Rosa María Sánchez

Ha transcurrido toda una vida, pero continúa siendo símbolo de la valía que implica el heroísmo, la de velar por el bien colectivo antes que por el individual. Lo hizo por las víctimas del asalto de aquel domingo.

La valentía como fuente de orgullo: la historia de Rosa María Sánchez.

Por Cristian Gasca y Óscar Durán.

Son años los que suelen demandar las más crudas desventuras del destino antes de consagrarse asimiladas en el juicio de sus víctimas. Rosa María Sánchez asumió lo inasumible en cuestión de segundos: que no volvería a caminar. Semejante celeridad no fue fruto de la indiferencia o acaso de un inoportuno discernimiento que la llevase a ignorar las consecuencias permanentes de lo que experimentaba. No lo hacía. En cambio, era presa del instinto de supervivencia. La escalofriante amenaza del eterno deceso se adueña de aquellas voluntades lo suficientemente poderosas como para aferrarse a la vitalidad. Es el motivo por el que, tras recibir dos impactos de bala en la columna, Rosa adoptó la templanza con la que precisaba actuar. Ya no sentía su cuerpo.

Vislumbró la decisión. Una tan compleja como necesaria: simular la muerte para salvaguardar su vida.

Los instantes de fluctuante asalto emocional que surgían como respuesta a la desesperación fueron contrarrestados. En merma

Por causa, la colosal motivación que impulsaba a Rosa a emplear hasta el último de sus esfuerzos en conservar la calma. Recordaba que no sólo batallaba por su subsistencia; sino también por la de una pequeña que la esperaba. La suerte de su hija, de apenas tres años de edad para aquel entonces, habría de inquietarle más que la suya propia.

La Victoria es un antiguo barrio central de la localidad de San Cristóbal, en Bogotá. Allí tuvo lugar, el 8 de mayo de 1994, el episodio que alteró por completo el rumbo en la historia de Rosa. Que fuese para bien o para mal es un designio que, descubrió ella con el tiempo, podía elegir por cuenta personal. Resolvió, pues, ocuparse en la primera alternativa. Se desempeñaba como cabo segunda de la Policía Nacional desde que culminó la preparación correspondiente en la Escuela de Suboficiales y Nivel Ejecutivo Gonzalo Jiménez de Quesada. Había sido asignada a ejercer labores de vigilancia en la zona suroriental de la capital, donde se ubicaba la mencionada urbanización.

En la noche del mismo domingo, concerniente al siglo pasado y de tres extensas décadas ya transcurridas, Rosa se dispuso a atender un presunto caso de hurto denunciado en las inmediaciones de su área operativa. Las calles de La Victoria son inconfundiblemente bogotanas. Se apilan allí numerosas viviendas colindantes de materiales compartidos; en las terrazas que varias de ellas poseen, no pasa nunca inadvertida la presencia de los canes que ladran a cuanto transeúnte divisen en las grises aceras que delimitan cada cuadra. Hacen bien, pues no es extraño que la delincuencia e inseguridad sean causas constantes de preocupación para los residentes. Menos aún lo era en 1994.

Rosa arribó al lugar junto con uno de sus compañeros de vigilancia que por entonces trabajaba con ella. También agente de la Policía Nacional. Una vez allí, ambos fueron testigos de la veracidad del hecho delictivo, hito a verificar ante la frenética posibilidad de acudir a un falso llamado. Lo que también se reduce a un evento de limitada probabilidad en la espontaneidad de los altercados urbanos es que los criminales abran fuego con extrema prontitud; en ocasiones, incluso antes de intentar huir en aras de evitar el enfrentamiento armado. Aquella vez, optaron por la vía violenta. La fugacidad del siniestro tomó por sorpresa al dúo. Fue el momento en el que la columna de Rosa se vio alcanzada por los dos proyectiles. Rápidamente cayó al suelo. No tardó demasiado en notar las afecciones evidentes: parálisis inmediata y adormecimiento general. El cuerpo de su acompañante yacía cercano. Había fallecido. 

Rosa no contó siquiera con el tiempo propenso de digerir tal fatalidad. La quietud que ahora la condicionaba abrió paso a la idea de fingir su deceso. Así lo intentó. Se apropió de la inédita mesura necesaria para llevar a cabo esa forzosa confabulación en tanto era consciente de todo lo que a su alrededor había recién acontecido. Reflexionar al respecto le hubiese tomado el doble de tiempo. La peripecia cedió ante el irreparable control de la instantaneidad. “Estos están muertos”, dijo uno de los delincuentes, tras retirar la radio y el revólver que Rosa llevaba en su equipamiento. Ella escuchaba todo.

Sin ninguna medida adicional a tomar, se limitó entonces a suplicar a Dios que el frenético episodio terminase allí antes de empeorar. Que los criminales no contemplaran la posibilidad de ejecutar otro disparo. Semejante atrocidad sólo habría sido atestiguada por el aplacado ambiente nocturno de las calles barriales. Frías, como de costumbre. “Mi lucha en ese momento no era por volver a caminar, sino por quedar viva”, recuerda Rosa.

Una vez que fue asistida por la ambulancia que llegó al lugar, se dispuso a batallar con todas sus fuerzas por resistir los trastoques físicos del ataque. Les hizo saber a los paramédicos del coartado juicio que, en poco tiempo, había dictaminado al respecto de su supervivencia. “Si yo llego con vida al hospital, me salvo… Si llego viva, me salvo”, era el incesante clamor con el que abordaba a los servidores sanitarios. Estando ya en el centro clínico, Rosa fue informada de los percances adyacentes cuyas consecuencias ya conocía. Sabía que su médula espinal había sido alcanzada por los impactos y estaba también al tanto de lo que aquello implicaba. Transportarse en silla de ruedas. No contar con la posibilidad de volver a caminar.

La crudeza de las revelaciones no era motivo suficiente como para que su preocupación se enfocase en la naturaleza de las mismas. Su vida aún se encontraba en peligro. Imploraba al médico encargado de su cuidado por la prevención de su desfallecimiento. 

Que no me dejara morir era lo único que yo le repetía a él. Yo ya sabía que iba a quedar en silla de ruedas, pero necesitaba salvarme primero.

El recuerdo de quizá mayor importancia en aquel traumático ciclo para Rosa se dio durante el día en que despertó después de hallarse en condición estable, aventajados los embates del agravio, junto con la infernal justa que le supuso conseguirlo. El cuerpo especialista de atención clínica se presentó en la habitación del hospital con una silla de ruedas. Cargaban el transporte con cierto recelo. Desconocían el hecho de que Rosa ya era consciente de la limitación que en adelante llevaría consigo; incluso antes de ser informada al respecto, misma razón por la que invitó al grupo a presentarse ante ella sin reserva alguna. Debía ser instruida del proceso a seguir.

Suele recordar con gran evocación lo que para su persona significó aquella experiencia. Resulta admirable la gran fortaleza y tenacidad con la que asumió las implicaciones de lo vivido, su futura discapacidad y el drástico cambio en el que a partir de entonces se vería inmersa. No por ello evitó ser presa, eventualmente, del perjuicio mental que la invadía al visualizar con cuidado su nuevo medio de movilidad y reflexionar al ineludible estado de su permanencia. Sin embargo, el alivio de Rosa se convirtió rápidamente en un poderoso cimiento de superación cuya gratificación rebasaba con creces la decaída temporal que llegó a inquietarla: se vio a sí misma como una persona cobijada por la fortuna que para ella representaba poder ver de nuevo a su familia y, especialmente, a su hija.

Es común que la cotidianidad encubra con sumo arraigo la importancia de las más íntimas relaciones y, consigo, los inquebrantables vínculos que estas forjan. La de Rosa sería una suerte desconocida si no contara con el brío resultante de tales lazos. El impulso protector de una madre que prioriza el bienestar de su pequeña antes que el suyo se hizo notar como nunca. Eventualmente, se encontraría más complacida que afectada. Más impactada por la oportunidad que por el daño. Es una forma de ver la vida, una que pocos poseen. Como si fuese ella la única con el talante necesario para sobreponerse a la desventura, fue enfrentada a esta misma. No siempre se avala la creencia de los destinos preestablecidos, y con justa causa. Sin embargo, son vivencias como las de Rosa las que incitan a la duda. Resulta inevitable.

El dictamen médico posterior fue contundente: Rosa sufría de una lesión modular de nivel T6, condición rutilante en la que el paciente pierde la sensibilidad desde la altura del pecho hasta las extensiones inferiores del cuerpo. Un área somática enorme. Esta clase de traumatismo puede generar también serias limitaciones de control voluntario en la vejiga y los intestinos, condición propia de la paraplejia. Algunos de los demás síntomas comunes entre las personas que padecen las consecuencias del mismo percance incluyen dolores intensos en la espalda y el cuello, acotaciones frecuentes de movilidad motriz y adormecimiento crónico en zonas corpóreas adyacentes.

Aunque a Rosa no se le informó de la complejidad de lo ocurrido al cabo de las primeras intervenciones médicas a las que fue sometida, ella divisó con anticipación la gravedad consecuente, tal y como acordó mantener en sigilo. Se preparaba en mayor medida para el momento de la noticia oficial antes que para digerir las implicaciones de la misma. Era inédito. El congénere carácter superador que había mostrado durante el tormentoso tramo de aquella noche continuaba presente en su actuar.

Se tornaba irrebatible el hecho de que las nuevas costumbres de su día a día se verían transformadas en un desafío sin igual; y, aun así, lo confrontó con poco menos de la misma sobriedad con la que se vio obligada a adoptar la decisión de fingir su muerte en una situación de tan crítico talante que, en acometida de otro pulso, habría terminado por orillar al fracaso cualquier acérrimo intento de supervivencia. Carácter y agallas. Las de verdad.

Por imposible que en aquel momento pareciese, Rosa consiguió resistir. A partir de entonces e impulsada por su incomparable motivación maternal, se encargaría de hacer que todos y cada uno de los fulminantes trastoques de su empeño valiesen la pena. Dio inicio a un arduo proceso de recuperación, no sin antes enfrentar las complicaciones propias de la época. Hace treinta años, la Policía Nacional se vio imposibilitada para acompañar a Rosa en su tramo de redención integral de la misma forma en que podría hacerlo actualmente.

Para esa fecha, la institución se encontraba sujeta a la política de prestar atención terapéutica exclusiva para miembros del cuerpo agencial que aún pudiesen continuar ejecutando sus funciones habituales de una u otra manera. Fue, al menos, lo que manifestó el profesional al tanto de los controles periódicos a los que Rosa asistió tras su novedad. Consecuentemente, se vio entonces preceptiva a tomar las riendas de su proceso de convalecencia por cuenta propia.

La vivencia personal de los pacientes que sufren la discapacidad de Rosa evidencia que uno de los aspectos fundamentalmente prioritarios a ser atendido es el de la adecuación a la movilidad limitada. El trabajo fisioterapéutico cobra vital importancia. Fue durante el curso temporal en el que se presentaban estos requerimientos que Rosa empezó a experimentar lo que denomina un “sesgo de género” que, desde luego, no se explica de mejor manera que acudiendo al entendimiento de la realidad social hegemónica del periodo de antaño en el que transcurría. “Me faltó acompañamiento. Sí. Hemos mejorado, aunque hay que seguir. Todavía se siente algún tipo de diferencia negativa por ser mujer. Lo que pasa es que somos muy pocas”, reflexiona Rosa, mientras resalta su incondicional aprecio por la institución, indiferente este a las pasadas coyunturas.

Es justamente la innegable obviedad del avance gradual en materia de igualdad de género desde 1994 hasta hoy la que hace que con mayor notoriedad se manifiesten las complicaciones que, por entonces, mujeres como Rosa tenían que afrontar. El primer revés era la discapacidad. La condición no discriminaba. El segundo, no ser hombre. Mucho más selectivo. “Me acuerdo que fui una vez donde un urólogo que me pidió que le contase más acerca de mi historia porque, en palabras de él, sabía poco de mujeres con discapacidad”, prosigue.

“Pienso que la cuestión es que hay más hombres que chicas que quedan en esta situación. Yo no suelo ver a ninguna otra mujer militar o de las demás fuerzas armadas en las mismas condiciones. Pude dar con una de ellas en Santa Marta, que está igualmente en silla de ruedas. Sara Vega. La conozco hace algún tiempo, es patrullera. También supe hace poco de una más que fue víctima de bala perdida. Es de Manizales. Somos contaditas, será que algunas se guardan más después de este tipo de sucesos… Puede que sufran una discapacidad, se encierren y no haya nadie que vaya a rescatarlas; porque, pues a mí, nadie me rescató”, culmina.

El tiempo es sublime enjuiciador de las dificultades. De todas. Los percances que Rosa sufrió después del ataque fueron, durante años, lamentables incidentes que parecían ennegrecer el porvenir. Hoy, son las coartadas circunstancias que glorifican el camino elegido por su propia convicción. A la par de encontrarse ejecutando su recuperación, tanto física como psicológica, Rosa convino en adelantar las aspiraciones emergentes de su proyecto de vida. Se formó como administradora de empresas mediante disciplina tecnológica. También trabajó paralelamente aplicando sus novedosos conocimientos en proyectos conjuntos con el Fondo Nacional del Ahorro y la misma Policía Nacional.

Así fue como, progresivamente, advirtió la oportunidad de adelantar otro cometido de gran importancia en su tramo de adaptación. Este se sumaría a su ya provechosa ocupación: se trataba del deporte. Rosa incursionó prontamente en dos prácticas que, descubriría, dominaba con increíble destreza; más aún después de los ciclos de entrenamiento que dedicó a perfeccionar su técnica en dichas disciplinas. Una de ellas es el tiro deportivo con pistola y rifle, especialidad consistente en acertar a blancos estáticos desde determinadas distancias que precisan gran puntería. Se emplean las armas de fuego clásicas.

Hacia el año 2008, Rosa se consagró campeona nacional en este apartado. Se menciona con inapropiada facilidad. Más exacto es rememorar la senda que hubo de atravesar ella para alzarse como vencedora de semejante hito. El camino se caracterizó mayormente por la singularidad del mismo antes que por la dificultad propia de recorrerlo. No resulta complejo apropiarse de un gatillo y ejecutar la acción para la que fue construido. Lo meritorio es ostentar el talento necesario para hacer de aquella secuencia un trazo inigualable, tanto así, que resulte en el mejor de todos. Una fórmula bien sabida: vocación y esfuerzo combinados.

Es la diferencia entre Rosa y sus atacantes. Todos portaban un arma. Todos tenían un blanco. Las intenciones, aún en la misma situación, fueron tan diferenciales como para generar daño en una de ellas, mientras que esperanza y redención en la otra. No se percibe en los mismos instantes, por supuesto, pero es excelsa demostración de la naturaleza de un blasón… Carece de importancia. No es el artefacto, sino su portador. El propósito lo es todo.

Transcurrieron los lapsos. Casi las décadas, de nuevo. La segunda disciplina en la que Rosa se destacó con fervor fue la esgrima en silla de ruedas. Para entonces, el deporte contaba con nula pericia en el ámbito nacional. Brillaba por su ausencia. Fue entonces que la Embajada de Estados Unidos, en alianza con la Dirección de Sanidad, adelantaron una iniciativa para que los uniformados en condición de discapacidad pudiesen adentrarse en dicha práctica paralímpica. Rosa viajó a Norteamérica y a la Argentina. Con ayuda de los saberes y la experiencia adquirida en las competencias allí realizadas, regresó a Colombia inmersa en el palpitante deseo de establecer precedentes para la popularización de la misma competencia en el medio local.

Su anhelo encontraría rápida ejecución. Rosa participó en la primera edición de los Juegos Nacionales en la que se integraron los esgrimistas en silla de ruedas. Eran alrededor de cincuenta deportistas. Se llevó a cabo en 2019. El hecho que debía sorprender, aunque ya no lo hacía, es que fue ella quien se coronó campeona en la división de espada y sable, mientras que alcanzó el subcampeonato en la de floral. Los adjetivos pueden ser inexactos, pero el de inédito se asemeja. Prodigioso en exacta medida, por supuesto.

A la fecha, la disciplina ha conseguido el respaldo y reconocimiento suficientes para que se celebre en un formato de numerosas ligas con cerca de cien deportistas especializados. La expansión de la práctica, junto a la del exorbitante progreso en igualdad de género para las mismas personas que la ejercen son esperanzadores alicientes que suelen posar sin rostro. Gracias a la predisposición de Rosa de acceder a narrar historias como la suya, se sabe ahora que la identidad es lo último de lo que carecen estas gratificantes mejoras. Ella es parte tanto dentro como fuera. Es pionera.

Treinta años después de aquella imprevisible noche, Rosa puede asegurar, con el orgullo intacto, que ha sobrellevado de inmejorable manera una vida para la que nunca fue preparada. La cúspide de su éxito es la independencia de la goza. Valerse cotidianamente por misma le ha significado un motivo de alivio que no puede ser aminorado por ninguna implicación propia de su discapacidad. No concibe la condición siquiera bajo el espectro de una categoría inherentemente negativa. “Para mí, la discapacidad es una oportunidad. Aunque siempre quise y amé mi labor de servicio en la Policía, al estar en una silla de ruedas me di cuenta de que muchas de las cosas que hice tal vez no las hubiese llevado a cabo estando en la institución. La principal es el deporte; yo no era deportista, pero me convertí en una. Fui campeona y medallista, viajé mucho, hice mil cosas… Todo es parte de una oportunidad que me dio la vida para continuar”, relata.

No pasa jamás inadvertida la fulminante honra de su carácter, motivo subyacente de la autosuficiencia que tanto gratifica a su ser. Rosa es una mujer que valora, como pocas cualidades, la de precisar de asistencia ajena en cuota semejante a la de cualquier otra persona. Lo inaudito no es que lo anhele, sino que lo haya hecho realidad a lo largo de las tres últimas décadas con un ímpetu que no abunda en el fragor de todas las personalidades. Es un talante conductual sin igual, uno que se ve aún más reforzado de aquella intrínseca satisfacción de haber visto continuar su vida profesional y familiar al compás del tiempo. Su hija tiene treinta y tres años ahora. La valía de una madre inquebrantable le otorgó la posibilidad de experimentar las etapas vitales que con mayor ahínco se atesoran en las memorias finales. Es lo manifestado. La valentía causa orgullo.

Si la antigua cotidianidad de Rosa implicaba sacrificio y tenacidad, la de ahora no puede ser entendida de mejor manera que bajo una suerte de merecida recompensa. Frecuenta la Dirección de Veteranos y Rehabilitación Inclusiva (DIVRI) como parte del programa de atención que la Policía Nacional dispuso, eventualmente, para miembros como ella. Cuenta con los servicios de tratamiento integral facilitados por el establecimiento. Su rutina allí también incluye el aprovechamiento de un área de piscina, saunas y gimnasio, beneficio último de suma utilidad para Rosa en tanto le permite adelantar los entrenamientos de acondicionamiento físico para las prácticas deportivas en las que aún se desempeña.

Su vida continúa ligada al hogar que siempre quiso: la Policía Nacional. Tanto tiempo después. Es otro de esos inflexibles vínculos que perduran en el tiempo de la misma forma que lo hacen en el sentir de quienes los conforman. La historia de Rosa no sigue íntimamente conectada a la Policía solo por los años que allí estuvo, desde que ejerció como patrullera hasta que fue destinada a San Cristóbal por motivo de su ascenso. La causa es otra. Los caminos aún se entrelazan porque, tras décadas, ella aún representa lo que la institución también. Lo que en la lejana noche del 8 de mayo de 1994 también representaba: honor.

Ha transcurrido toda una vida, pero continúa siendo símbolo de la valía que implica el heroísmo, la de velar por el bien colectivo antes que por el individual. Lo hizo por las víctimas del asalto de aquel domingo. Lo hizo por su hija. La vocación de servicio jamás se perdió y continúa tan intacta como su propia autosuficiencia. si le sirve a ella ahora. Es como corresponde. Como se recompensa el sacrificio. Podría pasar otras tres décadas bajo el mismo mandato. Continúa siendo justo.

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