Neider Parra Contreras

Escuchábamos un bombazo a la distancia y levantábamos la mirada hacia el cielo mientras veíamos el helicóptero que llegaba. La máquina podía tener la inscripción del Ejército o de la Policía. Nos preguntábamos cuál era. Sabíamos que había caído un hombre.

El orgullo de haber hecho realidad su inexorable resurgir

Por Cristian Gasca y Óscar Durán.

Néider Parra Contreras llegó a San Andrés de Tumaco en 2019. El municipio nariñense se sitúa en el bajo extremo occidental del relieve nacional. Inmediaciones de Cabo Manglares. En el mismo lugar, el escuadrón de la Dirección de Antinarcóticos, del cual Néider hacía parte, acondicionaba su estadía para la misión que allí le había sido encomendada. Dormían en los populares rangerazos, modestos lechos improvisados. Aguardaban el momento.

Al intenso lapso del vía crucis se sumaba uno de los más inherentes condicionantes del conflicto: la presencia enemiga.

Hacía menos de tres meses, en diciembre de 2018, la insurgencia local, perteneciente a las disidencias de las FARC, había sufrido la pérdida de alías Guacho, cabecilla principal de aquella división y gestor unánime de los tránsitos mercantiles ilegales que proveían sustento a los combatientes.

Tendría lugar un importante operativo conjunto entre ambas divisiones de la fuerza pública. Les correspondía ejecutar labores de detección y erradicación de cultivos ilícitos en campos minados. Las memorias de Néider clarifican la odisea. En nombre impropio. Cada una de las abruptas detonaciones que con frecuencia eran advertidas señalaban, ante todos, la ubicación exacta de una mina antipersonal instalada en acérrima defensa de las valiosas plantaciones y, con ella, la trágica suerte de aquel servidor que habría convenido, involuntariamente, en accionarla. Como acto secuencial, ocurría en el transcurso de los más inesperados trances. Era entonces que las aeronaves de rescate arribaban.

La sujeción diaria de estos últimos, así como la de su armamento y maquinaria de guerra dependían, fundamentalmente, del narcotráfico. Es por eso que la inestabilidad pública de la zona fue aun mayormente atenuada cuando Luis Alfredo Pai Jiménez, verdadero nombre del eminente líder guerrillero, resultó abatido por el Ejército Nacional durante la Operación David, cometido militar difundido posteriormente en calidad de misión exitosa.

Las tensiones consecuentes de la baja abrieron paso a todo tipo de hostilidades. En el lago que servía como fuente de agua potable para Néider y sus compañeros empezaron a divisarse cadáveres de animales flotando sobre la superficie. El arroyo había sido envenenado. Paralelamente, se advertían sonidos vívidamente reconocibles de actividad humana en comarcas inmediatamente cercanas a la base policial. Comparecencia insurgente. Los protocolos de seguridad se intensificaban dando paso a cuidadosas inspecciones territoriales en horas de la madrugada. En el oficio, se les conoce como avanzadas a estos ejercicios de reconocimiento. Permiten obtener una visual geográfica constante del adversario y de sus movimientos.

Era menester continuar con la labor principal, aún en el fragor del belicoso entorno que la rodeaba. En la mañana del 26 de febrero de aquel primigenio 2019, Néider se incorporó al recorrido de las ocho hectáreas de cultivos a erradicar que le eran exigidas desde la Dirección de la Policía. Lo acompañaba Tamy, la perrita detectora que le fue asignada. Él era guía canino. Transitando alrededor del primer cultivo localizado, Néider pudo observar un poste de luz allí instalado. Le llamó fuertemente la tensión dada la naturaleza aparentemente selvática de la zona. Continuó con la faena de subversión del sembrado sin presentar aún novedad alguna.

Fue entonces cuando el escuadrón identificó otro cultivo. En el que tendría lugar la tragedia. Este se ubicaba junto a un desolado caserío, muy cerca de la posición de Néider. Una vez que arribó con el fin de adelantar el desmantelamiento, comenzó a experimentar, tenuemente, pero en exponencial aumento, una conmocionante sensación propia de las malas corazonadas. La cúspide se dio cuando faltaban alrededor de veinte metros para culminar el tramo de aquel plantío. Las ansias se amplifican cuando el cuerpo se acerca al término del motivo que las causa. Se trata de un efecto paradójico. Lo que ocurrió tuvo lugar en ese singular intervalo final. El último.

Sentí un fuerte golpe en la cabeza. Me levantó y caí. Al precipitarme, escuché un pitido en mis oídos. Tenía la boca llena de tierra, tanto de explosivos como de pólvora. Vi a Tamy, que miraba hacia todos lados; estaba aturdida. Mientras la observaba, empezó un intercambio de disparos, recuerda Néider .

Estaba viviendo, en la tregua de escasos segundos, una realidad que no concedía asimilación posible en la misma porción temporal. Cuando su incorporación mental se sobrepuso, tan rápido como fue naturalmente posible, tuvo por primera e innata reacción apoyar a sus compañeros en el revés del repentino fuego cruzado. Sin embargo, le era imposible tomar su arma para apretar el gatillo. Sus debilitadas manos ensangrentadas habían perdido fuerza de agarre.

Un enfermero llegó a la posición de Néider en complicidad del mayor de los esfuerzos. Le brindaba primeros auxilios. “Tranquilo, todo está bien”, le dijo de inmediato; a la par que Néider divisaba la falta de gran parte de su pierna derecha. Había sido pulverizada desde su planta hasta la altura de la rodilla. A causa de la incertidumbre provocada por la más que probable inserción de más minas y su amenazante ubicación desconocida, se tornaba dificultoso tomar decisiones de movilidad. Paradójicamente, el sitio exacto de la coyuntura se convertía después en un punto estratégico de seguridad; pues lo cierto es que, una vez accionado el artefacto explosivo inmerso en la greda, se descartaba la mínima de que hubiese otro de estos en la misma demarcación.

Por desgracia, sí había instauraciones a pocos metros. Detonaron enseguida. La segunda alcanzó a seis integrantes del escuadrón. Cayeron. Mientras eran atendidos, una tercera explosión se produjo impactando a otros cuatro hombres. Un total de once eran los afectados, junto con Néider. Dos de ellos fallecieron a causa de las graves heridas allanadas por las quemaduras y las múltiples fracturas derivadas de la ola de choque.

El caótico embiste de la vorágine dio paso luego a la llegada de un escuadrón policial cercano. Su localización original no distaba de más de cinco kilómetros de la escena. Aunque las incidencias del enfrentamiento que entonces se produjo fueron de limitada testificación para Néider a causa del estado que ahora le atañaba, le fue igualmente inconfundible lo que allí ocurría. Notó que él y sus compañeros se encontraban en un campo preparado. Aquello implicaba no solamente la ya advertida presencia de minas antipersona plantadas en el subsuelo, sino también la funcionalidad adicional de algunas de estas para ser activadas de manera remota. No solo se accionarían al detectar movimiento sobre su estructura; podía ejecutarse también a la distancia. Significaba que, antes de la primera detonación, los insurgentes ya los estaban observando.

El inmediato requerimiento de apoyo aéreo se hizo evidente. Tal respaldo llegó; sin embargo, la aeronave no aterrizaría ante la temible posibilidad de que esta fuese explotada. Seguía siendo un campo minado, aún con muchas de sus galerías reveladas. Posar el vehículo en tierra firme era un riesgo de tan suma grandeza, que se tornaba sencillamente inasumible. Incluso en aquella más que adversa coyuntura, Néider logró ser arribado para recibir el traslado que su estado físico precisaba. Rememora un extenuante dolor cuando, en reposo, sus compañeros presionaron sus heridas para evitar la pérdida deliberada de sangre y reemplazaron sus torniquetes por otros nuevos. La sensación es inolvidable. Cúspide de su experiencia.

Fue trasladado a un centro asistencial cercano en la urbanización de Tumaco. A causa de la gravedad del ultraje, a Néider y a los demás hombres abatidos se les debía retirar de allí una vez alcanzaran cierta estabilidad para ser atendidos en plenitud, ya curadas las afecciones superficiales de la asistencia emergente.

La marcha implicó el levantamiento de un cordón de seguridad alrededor del centro médico. Una extensa congregación de población civil invadió el lugar en invectiva de los caídos. Las álgidas e inmerecidas ofensas tenían por presunta causa el dictamen que aquellas personas tomaban por válido: convenían en que los policías no tendrían que haber estado allí. Se puede prever que semejante reacción fue propia del avistamiento de una repentina amenaza para la seguridad de sus emisores. Juicios llanos y banales. Casi equiparables a un síntoma colectivo del padecimiento de Estocolmo.

Néider recobró la consciencia dos semanas después. El desventurado embate se había convertido en su último recuerdo del ahora inmemorial martes. Despertaba en la Clínica Imbanaco de la ciudad de Cali. Instalación de más aptas condiciones. Se hallaba entubado y, durante un tiempo, no le fue posible emitir palabra alguna. El primer interrogante del cuerpo médico a su persona, cuando recién recuperó el habla, fue de carácter identitario. Le preguntaban quién era y le abordaban con otras pruebas de realidad para certificar la orientación de su juicio después del suceso. Posteriormente, le comunicaron el diagnóstico del mismo.

“Usted perdió sus dos extremidades inferiores a diferentes niveles. Las tuvimos que amputar más arriba de lo normal en consecuencia de la necrosis con la que recibimos su cuerpo. Significa que sus tejidos ya estaban muertos. Era eso o su vida”, le manifestó el doctor. Una tétrica helada pectoral invadió a Néider. La incredulidad y su concerniente impacto. Así habría de mantenerse en tanto el especialista enumeraba los demás percances sufridos por el policía en cumplimiento de su labor. Le hizo saber también de la pérdida de dos de los dedos de su mano derecha, de la presencia de quemaduras de tercer grado en sus glúteos, su espalda y su mano izquierda y del deceso de casi la totalidad de su mentón.

Lo pertinente era una cirugía de reconstrucción. Cada hecho se convertía en pináculo del crónico lamento que la realidad le suponía a Néider. Batallaba por asimilar verse ahora haciendo uso de protectores absorbentes como parte de su sostenimiento, ser alimentado por vía nasal y testificar en todo momento la imagen de su contorno abdominal sujeto al yeso que cubría las regiones perdurantes de sus piernas.

Tal crudeza remanente se manifestaría también en su mente. Un profundo sentimiento de culpa lo asaltó al ver las fotografías de sus compañeros fallecidos. De quienes no habían logrado sobrevivir al ataque. Otro de ellos, que se encontraba con él, lo reconfortó. Más alivianador resulta un consuelo cuando este obedece a la verdad. Así era. Le recordó a Néider que él había caído antes que los demás. Que nunca retrocedió. Hizo todo lo que estaba a su alcance. Era su deber, y ahora se daba por cumplido.

Recibiría igualmente la valiosa visita de sus familiares cercanos. A Cali llegaron sus padres y hermana después de solicitar, todos ellos, un lícito y pertinente consentimiento en sus lugares de trabajo. Eran momentos en los cuales el estado anímico de Néider era alentado por detalles que, en perspectiva externa, podrían parecer mínimos. Volver a comer y probar bebidas con normalidad “era la gloria” para él. Así también ocurría con los trastoques cotidianos de la higiene personal. Cuando recibía asistencia para cortar el prominente cabello que creció al cabo de su extensa etapa de hospitalización, experimentó un alivio enorme. Instantes que se atesoran.

Provino entonces el traslado a Bogotá, su ciudad natal. Allí se reencontró con la restante mayoría de sus seres queridos. Volvería a ver a su amada Tamy, quien, de inmediato, no dudó en abalanzarse con gran exaltación sobre su compañero. El desdén fue mutuo cuando a la criatura no se le permitió demasiada cercanía a causa del estado corporal de Néider, con sus manos aún enyesadas y múltiples rezagos de las heridas con suma necesidad de verse íntegramente protegidas. Sin embargo, la alegría que a ambos les produjo poder estar juntos de nuevo trascendió las barreras del limitado contacto físico que les era inapelablemente impuesto.

Al acoger el alta médica, Néider confrontó una nueva realidad que aún no terminaba de adoptar paraje continuo en lo que él concebía como cierto. Se transportaba en silla de ruedas, cuestionando a menudo la totalidad de lo ocurrido, así como la trascendencia de la etapa que estaba a punto de dar inicio. Comenzaría a asistir a varias sesiones de fisioterapia que cimentarían un eje fundamental de su proceso de recuperación. Los momentos de mayor conmoción reposarían en los intentos por ejecutar acciones que, en otras circunstancias, no representarían esfuerzos significativos. Realizar estiramientos de falanges, tomar objetos cotidianos o escribir manualmente eran algunos de esos lances.

El resquicio cotidiano con el que ahora convivía era algo que no había enfrentado nunca antes en sus veintiséis años de vida. Había nacido y crecido en la capital. Su infancia estuvo marcada por la tranquila cotidianidad de un día a día allanado por las costumbres del principio del siglo. En su hogar reposaba también el efecto de la disciplina y rigor instruidos por su padre; quien, además, instó a Néider a ingresar a las filas del Ejército Nacional. Las primeras sujeciones se dieron cuando el joven pupilo de la familia se encontraba cursando las últimas etapas de su educación bachiller. Mostraría cierto rezago por la idea, pero la adoptaría después con el aliciente de ingresar, en primera instancia, a la carrera policial.

Simultáneamente, adelantó estudios técnicos de gestión empresarial. Sin embargo, estos se vieron interrumpidos frente al reciente proceso de incorporación a la Policía. Contrario a lo que en más de una ocasión suele ocurrir al interior de la institución en función de sus requerimientos, el de Néider fue un trámite rápido y asequible que lo llevó prontamente a adoptar un enfoque total por el camino del servicio; como si de una vocación innata se tratase. Alrededor del año 2016, se encontraba ya realizando el curso de patrullaje en la Escuela Nacional de Carabineros de Facatativá.

Fue para él un formidable reto. Todos y cada uno de los aspectos coyunturales de su vida cambiaban: su ahora reducida cercanía familiar, el casi nulo acceso a la tecnología y su renovada categoría física destacaban. De alguna manera, se preparaba para lo que venía; aun cuando ni siquiera él tenía conocimiento al respecto. Es un hecho que la formación, tanto corporal como psíquica, aminoran los rezagos de toda contrariedad. La suya, sin duda, es prueba reina.

Al graduarse con honores, Néider fue asignado entonces a la Dirección de Antinarcóticos. Realizó el curso de guianza canina donde conoció a Tamy y empezó a operar. Transcurrió un tiempo hasta ese febrero de 2019. En el argot policial, se le conoce a uno de esos sucesos como novedad. A la fecha, Néider no ha abandonado la Dirección, cumple seis años en la división. Actualmente hace parte de la gestión de talento humano de la misma, en natural detrimento de sus antiguas funciones a causa de la discapacidad.

Puede afirmar, sin temor a equivocarse, que ha sobrellevado la contingencia de manera excepcional, aún sin haber estado preparado para que esta aconteciera. Es prácticamente imposible que así fuese. Su predisposición para seguir adelante le valió de forma positiva con prontitud. En uno de los actos protocolarios de las condecoraciones por su servicio, Néider conoció a un hombre que se interesó por su historia, entabló rápidamente conversación y se permitió solicitarle su número telefónico. En ese momento, Néider no sabía quién era, pero advirtió fácilmente su acento extranjero. Cuando se enteró de su identidad, fue inevitable la sorpresa. Se trataba del director de la DEA. Le llamó un mes después.

“¿Tienes pasaporte? Si no, ve por él, sácalo de inmediato. Tenemos un viaje previsto para tus prótesis”, dijo el hombre. La exaltación no fue impedimento para que Néider diera lugar a la encomienda de inmediato. Llevó a cabo los trámites correspondientes a su documento de viaje, así como al requerimiento de visado. El proceso goza de infame popularidad, pero sus beneficios son positivamente equivalentes.

Ahora viajaba a Los Ángeles y, en merced del acceso tecnológico a alternativas de primera calidad que suponen los servicios norteamericanos, logró ponerse en pie al cabo de unos días. Le fueron facilitadas prótesis ortopédicas para sus piernas. Si resulta indescriptible desde la perspectiva externa, desde la suya debió parecer una fantasía. Producto de un merecimiento noble.

Su regreso a Colombia dio lugar a un nuevo periodo de adaptación. La extensión de las sustituciones era de justa medida para adoptar cierto margen de movilidad. Lo suficiente como para que Néider pudiese disfrutar de actividades y ocupaciones que durante algún fatídico tiempo habrían de considerarse imposibles. Fue entonces que se inició en el handbike, práctica de ciclismo adaptado, y en la natación. Los entrenamientos se transformaron en importantes pilares de su evolución. Tuvo la oportunidad de representar a la Policía Nacional en la edición de los Invictus Games celebrada en Alemania. Se trata de un certamen deportivo de especialidades adaptadas que cuenta con amplio reconocimiento internacional. Néider obtuvo dos medallas. Un hito más.

Junto a la simultaneidad de sus numerosos proyectos se suma el de la culminación de sus nuevos estudios profesionales. Néider inició la carrera de psicología en la Corporación Universitaria Minuto de Dios. Ahora se encuentra adelantando la etapa final de esta misma dando lugar al desarrollo de sus prácticas laborales. Su principal aliciente para adoptar el enfoque fueron las propias sesiones psicoterapéuticas que recibió al cabo de su regreso a Bogotá. Apreciar de primera mano la labor experta de asimilar y tratar el dolor ajeno le llevó a generar cierta intriga acerca de cómo resultaba posible semejante tarea para alguien que no había experimentado lo que su paciente. Le costaba entender y creer que alguien sin estragos físicos equiparables a los suyos asegurara que comprendía su dolor. Las raíces de la empatía.

La formación profesional que actualmente está a punto de culminar, sin duda, le habrá valido para ahondar en aquella perspectiva que entonces le aquejó. Los estragos de lo acontecido en Tumaco se desvanecen con el pasar de las noches. Lo que ahora llama la atención de Néider es tomar un merecido descanso al cabo de la terminación de su ciclo educativo. Ha sido desgastante para él estudiar, trabajar y entrenarse a la vez, naturalmente. El reposo es idóneo. Cuenta con la tranquilidad y el orgullo de haber hecho realidad su inexorable resurgir y, con él, un enorme alivio, no solo el suyo propio; sino también el de quienes le importan.

Ni siquiera el tremendo éxito de recuperación que aquello supone le valdrá para detenerse. Se encuentra decidido a continuar con firmeza el curso de un proyecto de vida que, aún sin haber planeado en su totalidad, o al menos en mínima porción de esta, significa para él todo lo que dota de sentido su futuro. Se dedica a aquello en lo que se destaca. A aquello que lo hace feliz. 

No existe remordimiento alguno que se equipare a tal fortuna. Antes que un caso de superación, la de Néider se trata de un manual de cómo hacer realidad tal desafío, de la prueba última de que el deceso de la perseverancia puede ser resguardado incluso ante los más crueles estragos del impredecible porvenir.

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