La persona que él es, con todos y cada uno de los principios que le caracterizan, se plasma y traslada fielmente a su accionar frente a los corolarios del accidente. Afirma no guardar rencor contra las personas que plantaron la mina. Gente que nunca vio, cuyo nombre no conoce.
Por Cristian Gasca y Óscar Durán.
Juan David Cañas nació en Anserma, un pequeño municipio caldense situado a poco más de treinta kilómetros al occidente de Manizales. De origen campesino, trabajó desde los diez años en múltiples oficios encargados por su padre: fue jornalero, cotero e, influido por designios familiares, ejerció también como acólito en una de las iglesias locales, en la cual habría de empezar a relacionarse con la fuerte tradición católica del lugar. La imperante arquitectura precolombina, los crucifijos y camándulas sobresalientes en los hogares y la ostentosa parroquia principal resaltaban la religiosa erudición ansermeña que Juan David conoció desde niño.
A la par que trabajaba, adelantaba también su formación académica secundaria, la cual culminó en diciembre de 2010. Una vez graduado como bachiller, el joven Juan David se presentó de inmediato ante la Policía Nacional para postularse como auxiliar regular.
un metraje del género bélico producido por Caracol Televisión en alianza con el Ejército Nacional.
Allí se dramatizaban las misiones y hazañas de los combatientes de las fuerzas militares en el marco del conflicto armado, así como sus operaciones en contra de los carteles de la droga y de distintos objetivos guerrilleros. Esta narrativa inspiró a Juan David a ser parte de operativos similares. Deseaba con ansias integrar un equipo táctico de operaciones en una de las ramas de la fuerza pública. Hizo de ello su objetivo: servir.
Su carrera dio inicio después de ser aceptado en la Escuela de Carabineros Alejandro Gutiérrez, donde fue asignado a ejercer funciones en el municipio de San Carlos, en Antioquia, durante cuatro meses y, posteriormente, en el antes llamado Cerro Gordo, rebautizado luego como Cerro Chapecoense en honor a las víctimas del fatal accidente aéreo del equipo de fútbol brasileño del mismo nombre, que culminó en aquel lugar. Tras cumplir funciones durante poco más de un año en esa tierra, Juan David vio entonces la oportunidad de acceder a una convocatoria para el puesto de patrullero; este es el siguiente rango jerárquico al que puede aspirar un integrante del cuerpo de la Policía una vez que ha empezado desde el cargo de auxiliar.
“Hablé con mi familia, les pedí que me consiguieran quinientos mil pesos prestados, y así fue: me los reunieron. Gracias a Dios yo pasé e hice el curso. Fue un esfuerzo de ellos, hipotecaron su casita y lograron prestarme la plata”, recuerda el hombre de ahora 32 años. Su preparación finalizó en diciembre de 2012, solo fueron necesarios seis meses formativos dado que Juan David había sido ya reservista en la institución, de modo que fue luego designado, ya como patrullero, a laborar en el departamento del Cauca. Breve experiencia, pues transcurrieron apenas cinco meses para que tuviera la oportunidad de aspirar a una nueva convocatoria, esta vez con el objetivo de ingresar al Comando de Operaciones Especiales y Antiterrorismo (COPES).
El Mayor General Víctor Alberto Delgado Mallarino dio, en enero de 1984, la orden de crear esta unidad afiliada a la Dirección de Seguridad Ciudadana (DISEC). La dependencia surgió con el imperante afán de confrontar una sucesión de actos terroristas de índole urbano que desestabilizaban el orden público en varios sectores del país, atemorizando a la población civil. De igual manera, el Comando velaría también por combatir con firmeza las actividades subversivas de grupos insurgentes. Dios y Patria. Actualmente, el COPES cuenta con 13 oficiales, 19 suboficiales y 78 patrulleros dispuestos exclusivamente a ejecutar operaciones especiales de alto riesgo. Extiende sus funciones ahora mayormente al territorio rural. Se trata de un equipo de élite de la Policía Nacional. Lo mejor de lo mejor.
Juan David logró ingresar a esta unidad tras postularse en diciembre de 2013 y llevar a cabo la formación correspondiente. Durante años, participó con éxito en operativos tácticos contra distintos grupos al margen de la ley: FARC, ELN, EPL y el Clan del Golfo. En mucho menos de lo que hubiese podido haber imaginado, se encontraba ya haciendo realidad aquel anhelo del que años atrás era testigo en representación ficcional a través de las emisiones televisivas de Canal Uno. Era hombre de honor, como el Capián Francisco Rivera (interpretado por el actor Juan Carlos Gutiérrez); que sobrevivió en uno de esos capítulos a una peligrosa misión contra alias “El Buitre” en el Magdalena Medio. Allí, el Capitán experimentó la infranqueable sensación de miedo que amenazaba con transformarse velozmente en pánico; y se encomendaría también, sin vacilaciones, a la protección celestial que forjaba en su persona una creencia inamovible. Realidad futura y ficción pasada. Hombres similares.
Era el lunes 10 de agosto del año 2020, misma fecha en la que el país estaba sumido en pleno apogeo de la pandemia por COVID-19. Para aquel entonces, a Juan David le fue confiada su participación en una de las acostumbradas, pero nunca sencillas operaciones de alto riesgo del COPES, en esta ocasión, contra un valioso objetivo del Ejército de Liberación Nacional (ELN), ubicado en Las Mercedes, un pequeño corregimiento situado en zona rural del municipio de Sardinata, en Norte de Santander.
El lugar cuenta con un amplio historial de violencia. De entrada, su ubicación y difícil acceso, lo convierte en un sitio de gran idoneidad estratégica para la presencia de grupos armados guerrilleros, como el que ahora enfrentaban. La única forma de llegar por vía terrestre es a través de un turbulento camino no pavimentado que obedece en mayor medida a las condiciones naturalmente adversas y caóticas de la imponente cordillera oriental. Una vez que quienes por allí transitan, si es que consiguen hacerlo, arriban a puntos específicos cercanos a los picos de las lomas, desde donde se pueden divisar las extensiones de tierra en las que yacen numerosos cultivos de coca.
Acompañado por uno de los demás integrantes de la unidad, Juan David transitaba este amenazante entorno en cumplimiento de su labor. En medio del desplazamiento, aquel hombre, que se encontraba en frente de Juan David caminando a poco menos de un metro suyo, accionó una mina antipersonal oculta al posicionarse parcialmente sobre ella. Perdió una de sus piernas. Ocurrió de inmediato. En el mismo lapso de instantaneidad, Juan David recibió el impacto de la explosión de lleno desde la zona inferior del tronco: en su abdomen, pecho y cuello; alcanzando simultáneamente su rostro. No transcurrieron más de cinco segundos entre la detonación y lo que les tomó asimilar lo que acababa de ocurrir.
“¡No me deje morir! ¡Sálveme, ayúdeme!”. La exaltación de las palabras de su compañero en tono desesperado permanece vívida en el recuerdo de Juan David, quien logró socorrer con prontitud al hombre a pesar de encontrarse también gravemente herido, misma razón que le hace cuestionarse por la manera en la que consiguió actuar. Él cree que fue la gracia de Dios.
“La realidad es que violé los protocolos de seguridad; tanto en los equipos tácticos de la Policía como en cualquier otro grupo de acción militar, la instrucción que nos dan, si es que llegamos a caer en un campo minado, es permanecer quietos y esperar a que los soldados de fuera lleguen al lugar y encuentren una ruta segura. No lo hice. No fui capaz de quedarme ahí parado escuchando a mi compañero suplicando por ayuda”.
Cuando Juan David se incorporó entonces en titánico esfuerzo para auxiliar al hombre, divisó en él la hemorragia de su zona pélvica, consecuente esta de la extremidad que recién se había separado de su cuerpo. Pronto lo asistió con primeros auxilios básicos de enfermería, le colocó el torniquete de su equipamiento y, en un atisbo casi instintivo de combatiente, tomó rápidamente su arma advirtiendo la posibilidad de que los responsables del artefacto les atacaran por sorpresa desde uno de los flancos aledaños a la zona. No ocurrió, por fortuna. Para ese momento, Juan David había perdido temporalmente la totalidad de su visión en el ojo izquierdo mientras se valía del tenue estado del derecho. La inflamación trascendía con ardor en sus poros faciales y numerosas esquirlas atenuaban sus párpados. No volvió a ver la luz durante cinco días.
Fueron trasladados al hospital San José, en Cúcuta, tras un rescate aéreo facilitado por un helicóptero UH-60 Black Hawk que llegó a Las Mercedes dos horas después del accidente. El vehículo no aterrizó, un grupo de soldados del Ejército Nacional descendió hasta el lugar para asegurar a Juan David y a su compañero en una camilla pendulante, según señalan los principios protocolarios de rescate para heridos en combate. Posteriormente, fueron elevados por la aeronave y llevados al mencionado centro médico. Juan David estuvo consciente todo el tiempo, pero no vio nada. La totalidad de lo transcurrido en aquel lapso le fue luego narrado por sus compañeros de asistencia. Una vez estabilizado, se le condujo a un nuevo punto de atención con la especialidad correspondiente para llevar a cabo las cirugías que requería en sus ojos, se trataba de la clínica San Diego, también ubicada en la capital nortesantandereana.
El diagnóstico fue preciso: lesiones de córnea, rasgaduras en la pupila e inflamación general. El cuerpo ocular en la parte central del iris de Juan David adquirió una forma alargada que provoca que la entrada abrupta de luz genere intenso dolor. Finalmente logró ver a través de su ojo derecho al cabo de aquel quinto día. Sin embargo, la otra cavidad requería de dos cirugías adicionales de mayor complejidad. Al él le bastaba este hecho para recordar con incalculable valor que estaba vivo. Siempre antepuso su intacta vitalidad aún sobre la ardua condición resultante de las heridas recibidas, tanto físicas como psicológicas. Y ahora, después de dudar encontrarse de nuevo en la capacidad de hacerlo, veía. Veía gracias a Dios.
Recibió el par de intervenciones necesarias en su ojo izquierdo entre los días 28 y 29 de ese mismo mes. En primera instancia, le fue practicada una vitrectomía; procedimiento quirúrgico que consiste en retirar un fragmento externo alojado en el cuerpo vítreo de la cavidad orbitaria. Además, le fue implantado también un lente intraocular, gracias al cual pudo recuperar la visión general. Las secuelas implican sensibilidad extrema ante los cambios repentinos de luz en el entorno, llegando estas alternancias a poder ocasionar ceguera temporal en ese mismo ojo: el izquierdo, mayormente afectado por el accidente. Se le dificulta también identificar letras y números a corta distancia, efecto similar al producido por la hipermetropía.
La rutilante condición visual se convirtió entonces en parte de la cotidianidad de Juan David. Se ha hecho costumbre para él experimentar este tipo de cegueras momentáneas cuando se encuentra en un lugar oscuro después de haber estado expuesto a otro entorno considerablemente más iluminado. Su ojo izquierdo tarda de cuatro a seis minutos en acoplarse al cambio y, en tanto, le es imposible ver. El resto de su ahora recuperado cuerpo ostenta otras marcas subyacentes, como las cicatrices en su rostro, que al día de hoy parecen pocas en comparación con las que presentaba apenas semanas después del accidente. Asegura que quien no lo conozca no podría llegar a imaginar, tan solo con verlo, que vivió semejante situación. Tampoco él lo hubiese creído.
“Quien realmente está con uno en esos momentos es la familia: mamá, papá y los hermanos”, reflexiona Juan David. Sus seres queridos no se enteraron de inmediato de lo que había ocurrido en aquel distante corregimiento ubicado a escasos cincuenta kilómetros de la frontera colombo-venezolana. A ellos les dijo que, mientras trabajaba, había sufrido una fuerte caída cuyo impacto lo lesionó. En concordancia con esa apurada versión, les aseguraba también que le practicarían una cirugía de rodillas para tratar su ligamento cruzado y que, adicionalmente, habrían de tomarle una nueva radiografía. Dicen incluso los textos católicos que la verdad siempre sale a la luz.
“Yo no creo en lo que usted me dice, siento que es otra cosa. Dígame la verdad”, fue la petición con la que la madre de Juan David lo abordó al tercer día de haber sido comunicada de lo supuestamente ocurrido. Él mismo recibió el mensaje con la incredulidad que caracteriza a quien no desvela pistas ni presagios en su afán por proteger de la verdad a quienes quiere. Amor maternal. Sexto sentido. Lo que haya sido. Tan inexplicable como la tenacidad con la que algunos enfrentan la catástrofe y el miedo.
Una vez que Juan David se decidió a revelar a sus familiares la realidad de lo ocurrido, realizó con ellos una videollamada y se dispuso a rememorar los hechos, ahora en voz alta. Fuera de su mente. Ciertamente lo apoyaron. A pesar del impacto que a todos les supuso asimilar la situación, le hicieron saber que contaba con su amparo incondicional. Le dieron ánimos y lo encomendaron a Dios. Todo el mundo necesita de la cercanía y apoyo de sus seres queridos, actos que trascienden en palabras de aliento alicientes de vigorosidad mental; aun así, para Juan David están no muy lejanas de rozar lo adicional. Se superpone con tenacidad a lo ocurrido y, sin invisibilizarlo tampoco, aplaca ese pasado con una convicción admirable ante la satisfacción que le supone seguir viviendo. Para él, es parte del camino que escogió. Es lo que le representa, con orgullo, servir en totalidad a la labor que añoraba desde muy joven, aún con el temor de cada operativo. Zozobra de cada misión. Dios y Patria. En definitiva y de nuevo.
La persona que es Juan David, con todos y cada uno de los principios que le caracterizan, se plasma y traslada fielmente a su accionar frente a los corolarios del accidente. Afirma no guardar rencor contra las personas que plantaron la mina. Gente que nunca vio, cuyo nombre no conoce. Cree que, sean quienes sean, tendrán motivos personales de peso para hacer parte de insurgencias que plantan artefactos explosivos como trampas para mutilar a semejantes. No se percibe a sí mismo como un juez o acaso regente con la capacidad de dictaminar la validez moral de dichas causas. Lo que sí defiende con firmeza es que, en su visión de mundo, lo correcto es estar del lado de la ley y de lo establecido en la Constitución.
Es precisamente esta convicción en arraigo de los valores y pensamientos que defiende lo que lo lleva a reflexionar acerca de por qué ha de seguir manteniéndose en el mismo camino y por qué instituciones como la Policía Nacional son responsables de un rol fundamental de carácter social. “A los colombianos nos hace falta avanzar mucho aún en la cultura de respetar lo de los demás, de aceptar sus decisiones y libertades. Para mí, la Policía hoy cumple ese papel esencial de hacer respetar los derechos y libertades de cada persona. El hecho de que usted crea algo y que quien va caminando del lado contrario de la vía piense diferente, que eso sea válido”. Es conciso: la intolerancia ante la indiferencia como fuente de la disputa es una realidad que agrava la imposibilidad de mediación entre plausibles desacuerdos. El resultado: la violencia.
El valor de ingresar a una de las ramas de la fuerza pública, bien sea la policial o la militar se relaciona justamente con ese grado de responsabilidad y compromiso. El sacrificio, en muchas ocasiones, es incondicional e implica la exposición permanente al miedo de arriesgar la vida. Juan David, desde mucho antes del accidente, experimentaba ese mismo temor en cada misión, en cada momento. Por cada segundo.
Siempre asimiló la flagrante sensación y la amortiguó con audacia; incluso cuando, en condiciones excepcionales de inéditos operativos, un grupo de casi dos docenas de combatientes guerrilleros armados se desplazaban a menos de diez metros de su posición sin que advirtieran su presencia mientras él se camuflaba entre la maleza, con la presión casi intolerable de evitar hasta el más mínimo paso en falso. El miedo nunca desaparece, solo se adopta. Al respecto, un fallecido intendente en jefe, el señor Flores, a quien recuerda Juan David con grata admiración, habría de recordarle en más de una ocasión los dos únicos motivos por los cuales la sensación de temor desistiría de su cruzada en el corazón de un soldado. Porque este no hace nada. O porque está muerto.
Cada héroe asimila de manera diferente sus vivencias, incluso y aún más, después de pasar por un accidente que comprometió su vida e integridad, como le ocurrió a Juan David. Él mismo, que se sobrepuso a lo ocurrido, admira lo propio en compañeros de profesión como Eider Parra, quien integró la Dirección de Antinarcóticos de la Policía Nacional. “A él le faltan dedos, le faltan los dos pies… Eso sí, no le falta energía. Trabajé con él antes de que se pensionara por el tema de su incapacidad laboral. Yo digo que a él le pasaron muchas más cosas y, aun así, me daba ánimo también. Siempre me pregunté cómo hacía ese berraco para continuar”, recuerda.
Esta superación y adaptación a una cotidianidad completamente nueva es un extenso proceso que, para Juan David, depende de diversos condicionantes de influencia continua. Cree que lo primordial es tener convicción respecto a lo que más se desea una vez que ha ocurrido el hecho. Es sencillo pensarlo, complejo asimilarlo. Se trata de una decisión, a priori, intomable; entre quedarse en el ineludible lamento estancante o continuar, aún si esto implica multiplicar el valor positivo de todas las condiciones y capacidades innatas que aún se poseen. Es parte de lo que vivió Juan David, el oleaje perpetuante de pensamientos sobre las condiciones subyacentes no fue menor: “¿La lesión de mi ojo me hará menos persona?, ¿la incapacidad de manejar?, ¿ceder al caos?”. Siempre no. Está vivo. Está en condiciones de hacer lo que necesita hacer a diario para suplir sus necesidades básicas y bastantes más. Es lo que tenía antes del 10 de agosto de 2020, y se regocija en ello.
Ha identificado también actividades y hábitos de gran ayuda para cuando su ánimo decae en medio de complejos episodios fluctuantes. Se apoya en su gusto por el ciclismo, tomándose el tiempo incluso para competir esporádicamente mientras su horario laboral se lo permita. Se ve a sí mismo como alguien muy alegre y optimista; que aún mantenga aquellas cualidades después de vivir más de cuatro años con la habitualidad del accidente demuestra lo mucho que estas aptitudes le caracterizan.
Actualmente, trabaja en el grupo judicial especializado de la Policía del que también hacía parte Eider Parra: la Dirección de Antinarcóticos de la institución. Se encarga de integrar la logística operacional en contra de casos delictivos de lavado de activos. Juan David, incluso, adelantó y culminó estudios profesionales como contador público; ahora se encuentra cursando la última asignatura para titularse como especialista en Gerencia Estratégica de Mercadeo.
Con todo y sus logros obtenidos, jamás ha ocultado o hecho a un lado la pasión que le genera la labor de la fuerza pública, sensación que experimenta con igual intensidad al día de hoy que tiempo atrás, cuando apenas transcurrían sus primeros años de servicio. Puede que ahora un poco más. “Me siento muy orgulloso, no solo por lo que he hecho, sino por la labor de la Policía en general. Un secreto mío es que, siempre que estoy en algún evento o ceremonia y escucho el himno nacional, se me ponen los pelos de punta. No sé si fue el curso para el COPES, que fue el que más me exigió… Una preparación muy dura, pero me hizo tomar un gran cariño por la institución. Me hizo querer mucho mi bandera, mi país”, recuerda.
Una de sus mayores metas a futuro es volver a brindar capacitaciones a un gran número de nuevos policías. Mientras integraba el COPES, Juan David tuvo la oportunidad de entrenar en diversas áreas a alférez que se encontraban próximos a graduarse como oficiales: les instruía en principios de combate cercano, desplazamientos vehiculares y técnica de tiro. Durante su preparación personal, destacó también en conocimientos de navegación terrestre, por lo que conoce cómo usar dispositivos GPS y ubicarse en entornos adversos.
Desea contribuir de esta manera porque considera que ya “quemó” la etapa en la que experimentó toda clase de peligros en misiones que estimularon su adrenalina de manera formidable durante mucho tiempo. Saltar de un helicóptero Black Hawk a cientos de metros de altura y resguardar posiciones en enfrentamientos armados son cosas del pasado. El cada vez más lejano pasado.
Los de ahora son días en que se encuentra dedicado a su trabajo y a la vida familiar. Tiene dos hijos. Uno de ellos sigue los pasos de su padre trabajando como acólito. Creencias y fe. Viene de familia. “Mi amor, ve, no te duermas tan tarde, ve y duerme”, le dice mientras rememora toda su historia hasta encontrarse en el momento presente. Momento en el que ya está a salvo y, ahora, en responsabilidad de asegurar que otra persona bajo su manto también lo esté. Encomienda a su hijo a Dios, como hicieron sus padres con él. Y como resultó. Sus inamovibles creencias son base y motor de su actuar: antídoto frente al miedo y garantía protectora. Un padre lo entiende.
Seguramente su hijo jamás experimentará el mismo terror que él. Para los héroes, nada mejor que sacrificar su propio ser ante la adversidad mientras se salvaguardan las esperanzas de otros. Cuida y protege, ya sea a un hijo o a un país. Es la definición de héroe. Uno de tantos.
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