Jenifer Ramírez

Sentía que estaba en una película. Era una de muerte inminente…Ocurrió durante el Paro Nacional de 2021. Masivo, como pocos. Incluso el más arcaico de sus vestigios resuena lejos del olvido. Debe ser así.

Manos de ángel:
La historia de Jenifer Adriana Ramírez

Por Cristian Gasca y Óscar Durán.

Alrededor de las 9:00 de la noche del 4 de mayo del mismo año, el Comando de Atención Inmediata (CAI) de Metrovivienda, de la ciudad de Bogotá, ardía en llamas. Las manifestaciones consecuentes del estallido social se acrecentaban, aquellas que se desviaron del curso de la protesta pacífica insistían en cobrar una relevancia propia de calamitosos precedentes. En la instalación policial, situada en la localidad suroccidental de Bosa, se encontraban varios uniformados.

Lograron escapar súbitamente momentos antes de la cúspide destructiva.

Entre ellos se hallaba la subintendente Jenifer Adriana Ramírez. El séquito que le supuso aquella noche todavía vive.

Para entonces, Jenifer contaba con más de una década de experiencia integrando las filas de la Policía Nacional. Su presente afiliación correspondía a la Dirección de Carabineros y Protección Ambiental (DICAR). Desde su niñez descubrió una ferviente fascinación por la naturaleza. Le apasionaban los animales y las plantas. Había llegado a contemplar convertirse en bióloga profesional, de manera que su empleo en la DICAR, ocupada especialmente de la defensa integral de los parques y las reservas naturales, le resultaba sumamente gratificante. Trabajaba en una clínica de servicio veterinario, por lo que solía asistir a las cirugías y procesos de recuperación brindados a los animales que allí eran remitidos. Jenifer contaba con previa formación como administradora de empresas agropecuarias. Se estaba relacionando rápidamente con el campo vocativo que siempre hubo de complacerla.

A pesar de que durante su adolescencia no se mostró auténticamente interesada en adentrarse a la labor de servicio público, finalmente acabó por convencerse, dado que recibió persuasivas insistencias familiares. Su padre ofició como agente hasta el día de su pensión, acontecido por motivos de salud. Fue él quien constantemente sugería a Jénifer optar por un camino similar al interior de la Policía Nacional. Ella accedió de manera casi displicente, se inscribió en las convocatorias correspondientes una vez que finalizó su carrera tecnológica. Fue entonces que, al cabo de un tiempo y para su sorpresa, resultó elegida en el marco de un selecto grupo de postulados. El padre de Jenifer no ocultó su regocijo, al cual después acompañó el homólogo de algunos otros parientes que también habían oficiado como uniformados. Tíos y primos, entre ellos. El suyo era motivo de celebración.

La preparación de Jenifer dio inicio con prontitud. Se le notificó de su selección al cabo de un diciembre, y en enero habría de encontrarse ya cursando. Adquirió todo el equipamiento necesario y se dispuso, ahora en completa tesitura, a llevar a cabo la obtención de su nuevo título formativo. Así lo hizo. No advirtió inconveniente alguno durante aquella etapa, que hubo de estimular una de las más innatas cualidades con la que siempre contó en su aflorado abanico personal: la de aprender. Su distinguido gusto por la biología se acopló tempranamente a ese deseo, tan puramente humano, de enriquecer el propio conocimiento. Pilar de la capacidad educativa. A Jenifer le cautivaba la academia, en especial, la de aquella ciencia de la vida que desde pequeña le atrajo. Con el paso de los días conseguiría alcanzar el increíble hito de entrelazar laboralmente los rumbos de su pasión y de la consumada predilección de sus congéneres.

La gente podía llegar por todos lados, por cada una de las cuatro esquinas. El Parque es muy grande. Yo no conocía el lugar, y ahora sí que menos. La idea de volver a esa zona de la ciudad literalmente me aterra.

Inmediatamente después de finalizar dicha etapa, fue destinada a desempeñarse en Bogotá. Transcurrieron cuatro años. Cumplió también un breve ciclo ocupacional en la ciudad de Barranquilla y retornó después a suelo capitalino. Con frecuencia se evade el ápice del tiempo. De los meses y las décadas. Con todo, Jenifer acabaría demostrando sin problemas su gran rendimiento como policía. Se incorporó entonces a la DICAR para comenzar a vivir su recordada etapa de cuantiosa complacencia. Fue en la Dirección donde halló el más grande goce de su trayectoria. La oportunidad de volcarse simultáneamente tanto a las reminiscencias de la vocación que siempre añoró como a las de los anhelos familiares que la rodeaban le supuso, tan sencillamente, felicidad.

Durante el mismo periodo de servicio, Jenifer dio a luz a su hija. Por entonces tenía veintiséis años, a los que ahora se suman los doce que satisfactoriamente cumplió la pequeña, quien vive hoy al cuidado de su padre debido a las secuelas mentales que hasta la fecha aquejan la salud de Jenifer. No experimentaba preludio alguno en aquel momento. Por desgracia, lo haría después. Su niña jamás dejó de ser motivo de superación, causa inspiradora y artífice último de la lucha que sobrelleva, cada vez con más vigor, desde la poco remota y tenue noche de aquel 2021. Un martes de mayo. La razón de que varios miembros de la DICAR se encontrasen apoyando los perímetros de seguridad de las rutas durante la protesta se debió a la magnitud convocante de la misma. De paralela suerte se advertía la presencia de extensas aglomeraciones a lo largo y ancho de toda la comarca nacional. La Policía optó por desplegar unidades adicionales en calidad de refuerzo a los ya planificados operativos de seguridad pública. La demanda popular hacia las autoridades era contundente, quien no la haya evidenciado con claridad durante aquellos días no se encontraba consciente: respetar el derecho constitucional a la manifestación pacífica.

Tanto los enardecidos debates ideológicos protagonizados por las principales figuras políticas del país como los boletines informativos al respecto llegaron a posicionarse en el foco secundario de atención una vez que los primeros hechos de violencia comenzaron a consolidarse en las calles.

El llamado unilateral a la movilización se dio por concebido apenas 6 días antes, el 128 de Abril. No cesaría con prontitud el alcance de tal encomienda; por lo contrario, esta se adueñaría de una extraordinaria oda de perdurabilidad propia de las grandes gestas sociales. La que ahora transcurría ya era una realidad observable y en su reminiscencia  comenzaban a esbozarse la identidad de sus víctimas, aquellas que tienen nombres  más prominentes que afiliaciones políticas. Con dicho orden se escriben ambos datos en sus actas. Si existiese acaso discurso alguno en el debate republicano que propusiera el intercambio de tal importancia, habría que interpretarse como el más personal de los juicios. Cero colectividad. Pero no existe, y, de hacerlo, no se convalida. Acertadamente.

Jenifer y algunos de sus compañeros fueron entonces dirigidos al CAI de Metrovivienda para reforzar la presencia policial en la instalación, cuya ubicación estratégica es todavía cuestionada a causa de las dimensiones del Parque Metropolitano El Recreo, espacio público en el que se encontraba la mencionada base. Un posicionamiento central. Casi en condición expuesta. No se han de prevenir, durante el curso de la planeación arquitectónica, percances como el de esa noche. “La gente podía llegar por todos lados, por cada una de las cuatro esquinas. El Parque es muy grande. Yo no conocía el lugar, y ahora que menos. La idea de volver a esa zona de la ciudad literalmente me aterra”, cuenta Jenifer, mientras recrea el escenario.

Recuerda advertir la llegada de una multitud, mayoritariamente de jóvenes. Crecía progresivamente. En el área ya se hallaba posicionada una tropa del entonces Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD). La tensión consecuente ante la posibilidad de un enfrentamiento directo se transformó en un sentir colectivo que acabó por desatarse tras un fallido intento de mediación entre de los jefes a cargo de la estación y algunas de las personas allí presentes. La exigua clarificación de los hechos es común entre actores y testigos. Surgía como prioridad, ante tal contingencia, actuar en medio del desconcierto. “En ese momento comenzaron a lanzarnos como bolitas de ping pong. El ESMAD empezó con las bombas de aturdimiento y los gases. Todo era humo”, rememora Jenifer. El caos se adueñaba de un paraje preferencial.

“Tranquilícese; porque, si no, se va a ahogar. El gas obviamente es para ellos, pero se riega en toda la atmósfera en la que estamos concentrados. Tranquilícese. Es un ardor”, respondió uno de sus compañeros a Jenifer ante su declaración expresa respecto a la inevitable dificultad respiratoria que le suponía la inhalación parcial del compuesto. Ambos aguardaban suma cercanía en la escena. La munición del Escuadrón se agotaba. El impacto que supone describir la secuencia como si de un conflicto bélico se tratase merece cada tipo de reacción, salvo la indiferente. Era la no letalidad de las armas empleadas una de las pocas distinciones que separaban aquella realidad de un hecho vívidamente ficcional. Como para contemplar tal reflexión en ese instante.

Los uniformados de apoyo no contaban con las mismas provisiones de equipamiento que los demás. De ahí su función. En el instante en que fue considerado preciso, a todos y cada uno de ellos se les informó de la súbita necesidad de retirarse. En cuanto los suministros del Escuadrón comenzaron a escasear, se tomó la decisión. Era inminente. Jenifer fortificó su integridad vital valiéndose de la dotación protectora con la que contaba: el uniforme habitual, un robusto chaleco facilitado por su esposo, su escudo y un portentoso casco. Llevaba también una tonfa consigo; sin embargo, precisaba huir, no atacar.

A lo largo del Parque Metropolitano se extendía el anárquico proscenio. Los agentes corrían; Jenifer hacía lo propio. El inverosímil panorama condicionaba la atención de quienes allí se encontraban. La exactitud de los sentidos se veía limitada a destinar los esfuerzos de estos últimos en la exclusiva subsistencia propia. No se trataba de una elección. La alternativa era única. Mientras avanzaba, Jenifer sintió un golpe contundente en su brazo. Con el impacto, una sensación de calor simultánea. Se precipitó al suelo.

Antes de acaparar aceptación alguna, reunió todas las fuerzas de las que dispuso con el imperante fin de sujetar vigorosamente las piezas de su armadura. Su escudo, en orden primordial; por lógica consigna. Logró reincorporarse haciendo uso del mismo broquel como soporte terrestre. Le fue posible dar algunos pasos más; no obstante, al cabo más de unos pocos que de varios de estos, fue alcanzada de nuevo por otro choque. Lo recibió en su pierna. Hubo de generarle igual percepción térmica que el anterior. No consiguió reponerse en aquella segunda ocasión.

Jenifer carecía de mayor reparo que el de adoptar una posición fetal continua ante la llegada y posterior ultraje por parte de las personas encapuchadas que inmediatamente se aglomeraron a su alrededor. “Yo gritaba por auxilio. Comenzaron a golpearme con mi propia tonfa y rompieron el escudo. Me daban patadas en todo el cuerpo. Fue algo muy fuerte”, recapitula. La experiencia reúne todos los vértices de un martirio. En su memoria suscitan también un frenético sabor a sangre que invadía su garganta y el inconfundible estruendo de bombas lacrimógenas que yacían en la distancia. Asumió que se trataba de los mismos artefactos empleados en otra zona amotinada. En la suya no era. No quedaban.

Resultó incalculable el lapso transcurrido en resistencia. Segundos o minutos. Al juicio de Jenifer lo evade la noción temporal del suplicio. Lo que recuerda es la manera en la que prosiguió el mismo. Divisó una prenda verde, insistió entonces de nuevo en su llamado de socorro. Quien portaba el atavío la tomó con fuerza, tiró de su integridad y le facilitó levantarse. Se reintegraron a la huida. Jenifer giró la mirada hacia la zaga. “Vi a un grupo de esos encapuchados y ellos se quedaron viéndonos… Guardo esa imagen, era mucha gente. Tengo muy claro que eran tanto hombres como mujeres. En ese momento yo sólo salí a correr”, recuerda.

La inyección de adrenalina de la que aún era presa no le impidió a Jenifer preguntarse por la identidad de aquella misteriosa figura que había llegado en su ayuda. Se tornaba evidente que era agente de policía a causa de su ahora esclarecido vestuario, pero no le reconocía. Pudo advertir, por su voz, que se trataba de una mujer. “Corra, corra. No nos podemos dejar alcanzar”, le imploraba a Jenifer, quien, aun detallando el tono vocal, continuaba sin poder identificarla. Con inequívoca certeza conocía el grado de importancia que aquel asunto acaparaba entre sus prioridades; sin embargo, no por ello dejó de atraer su atención.

Extenuadas, ambas agentes batallaban por seguir el paso de sus compañeros, quienes previamente habían transitado la ruta en la que ahora ellas se encontraban huyendo. Jenifer optó por agotar todas las alternativas aparentemente considerables, solicitaba refugio en algunas de las viviendas aledañas junto a las que varios residentes se asomaban tímidamente con el afán de satisfacer su curiosidad frente a lo que estaba ocurriendo. No tenían claridad al respecto. En tanto Jenifer les hacía saber de su petición, estos se negaban. Señalaban que las mujeres, aún perseguidas, podían implicar serios inconvenientes de seguridad para sus hogares si los perseguidores allí las encontraban.

De igual criterio fue la réplica de un conductor de autobús ante el mismo requerimiento. Temeroso, se negó a ofrecer el interior de su transporte como asilo para Jenifer y su compañera. Su recelo era el mismo: la posibilidad de ser atacado, su propia integridad o la del vehículo. No fueron pocos los casos análogos que se reportaron por semanas en el marco de las movilizaciones. El anhelando amparo del dúo no se haría presente por otra vía que por la de la propia asistencia de un equipo motorizado de la Policía que acudió al lugar en respuesta de un primoroso llamado radial. Las esperanzas no desfallecían. Jenifer tampoco. A causa de sus exacerbantes heridas, obtuvo prioridad por parte de los socorristas. Consiguió abordar una de las motocicletas con dificultad, mientras esta arrancaba. 

El cuerpo de Jenifer se hallaba aún invadido por la incesante secreción de adrenalina. Memoriza con exactitud el experimentar, temporalmente, una extraña sensación de inmunidad al dolor que, en otras circunstancias, habría de producirle serios agravios resultantes del ataque. Poco a poco comenzaba a desvanecerse el frenético efecto de aquel estado anatómico. Cada minuto que transcurría daba cabida al incremento perceptivo del daño. La coyuntura no solo implicaba una desorbitante exigencia de índole físico, también la compostura se tornaba difícil de mantener. Jenifer daba rienda suelta al colérico episodio en medio de sobresaltos emocionales que acabarían por acrecentar su desgaste. No era para menos, la cruzada que recién había ejecutado en defensa de su vida ostentaba prodigio. 

Los principales focos poblacionales y los epicentros semejantes de las demás ciudades lidiaban con la misma fortuna. La del 4 de mayo de 2021 fue una noche premonitoria de lo que la entereza nacional se encontraba a punto de enfrentar. Pero no sólo se anticipaba el porvenir, sino que se vivía ya de fehaciente manera. En Bogotá brotaba el caos consecuente. El sistema de Transmilenio, principal motor de movilidad citadino, colapsaba. Portales estaciones. Américas, Suba, Caracas, Eje Ambiental, Calle 26. La vorágine cubría sur y norte.

Todos y cada uno de los puntos de concentración se sumaban al ya caótico panorama. Hasta el más remoto cierre vial. Los pasajes capitalinos, que en suma totalidad se caracterizan por aguardar reconocidos escenarios de gótico estilo al cabo de las noches, lucían poco menos que irreconocibles. El apoteósico encadenamiento de embates sonoros ahora reinaba y la acostumbrada negrura del ocaso nocturno se veía cruelmente disminuida por el fragor de las llamas. Allí donde relucieran, aparentaban multiplicarse.

El paralizante deceso de la normalidad pública era equiparable al que se vivía al interior de los hogares. En los que se adelantaban cacerolazos y en los que no. Ambos eran prueba. En el área metropolitana que rodea la urbanización de Bosa, en la que Jenifer se encontraba, surgían innumerables bloqueos transitorios. Incluso para un vehículo de la fuerza pública, resultaba imposible y sumamente arriesgado intentar abandonar la localidad. Adentrarse en ella, para las unidades que se hallaban en el exterior, resultaba en la misma ventura.

La alternativa para Jenifer y para muchos otros uniformados fue reunirse en la Estación de Bosa, el establecimiento principal de la zona. Allí se reincorporarían momentáneamente. Ella se encontraba a la espera de su esposo, quien no dudó en emprender una extensa travesía de utópica naturaleza con el fin de llegar hasta la instalación. Una vez allí, acompañaría a Jenifer hasta que le fuese brindada la oportuna asistencia médica que con urgencia requería.

El traslado en cuestión dio lugar a la intervención correspondiente. A Jenifer le fueron retiradas las prendas protectoras de su equipamiento. Las heridas esclarecían. Fue prontamente examinada por medio de radiación electromagnética para evaluar el alcance de las fracturas. Lo último que hubo de esperar durante tal procedimiento médico es que, al cabo de unos momentos, se presentase en el lugar Jorge Luis Vargas, por entonces director de la Policía Nacional. El talante de las circunstancias era tal.

Jenifer, en suma, de las afecciones corpóreas y de la atenuada condición psicológica que sufría, era casi incapaz de mostrar reacción considerable. Sin embargo, no desfallecía en el intento. “Me entrevistaron. Había muchos oficiales alrededor mío. Mi general Vargas me decía que iban a investigar lo que había pasado”, revela ella. Se contempló que, a través de cámaras ubicadas en las inmediaciones del CAI de Metrovivienda, resultaría posible observar a detalle el momento en que Jenifer fue impulsada hacia el suelo durante los disturbios y, posteriormente, golpeada contundentemente con su propia tonfa. Los jerarcas allí presentes eran puestos al tanto.

“Tome esta moneda, porque usted es una heroína”, dijo Vargas a Jenifer mientras depositaba el objeto en su mano en calidad de juicio simbólico de retribución meritocrática. Ella, sin olvidarse aún de la mujer que la salvó minutos atrás y de su enigmática identidad, le solicitó al director otra moneda. Él asentía: “Averigüe de quién se trata, y se la da. Le dice que es de parte mía”, respondió.

La recuperación general de Jenifer transcurrió, naturalmente, al son del amparo intensivo propio de los primeros días posteriores a aquel martes. Fue asistida por la niñera que se encontraba al cuidado de su hija. Su esposo hizo lo propio. “Yo quedé inmovilizada, me debían ayudar a bañar, a peinar y a cepillar. Era un dolor muy fuerte. Duré un tiempo así hasta que mis músculos empezaron a recobrar su fuerza”, prosigue. Fue durante la misma etapa que comenzó a experimentar complicaciones en su ciclo de sueño, los episodios eran acompañados con pesadillas de frecuente permanencia. La psicóloga encargada de seguir su proceso notó lo que ocurría, por lo que informó a Jenifer acerca de la necesidad de visitar la especialidad psiquiátrica.

Inicialmente, ella replicó de manera negativa. Pretendía reincorporarse al trabajo con prontitud. Así lo hizo durante un par de días. La contingencia que se acrecentaba en cada rincón del territorio nacional continuaba. Carecía de alicientes para verse mermada, y Jenifer era consciente de ello. Sin embargo, su estado de salud fue motivo de una orden expresa emitida desde la Dirección de Sanidad con el propósito de asistirla y conseguir que acudiese a la inspección profesional cuya competencia le era requerida. Terminó por aceptarlo.

Aquella primera remisión dictaminó una estancia preventiva de veinte días en las instalaciones de la Clínica La Inmaculada, situada en el barrio oriental de Nueva Granada. Jenifer fue medicada rápidamente a causa de su estado, al cabo de varias jornadas, sus dosis se vieron paulatinamente reducidas a la par que era dada de alta. No obstante, aguardaba todavía cierto recelo ante la necesidad de consumir los medicamentos recetados. Su percepción individual le hacía dudar de la idoneidad de estos últimos. La problemática alternó entre los cuidados personales y los especializados. En palabras de Jenifer, se trataba de un “círculo vicioso” que acabó por desencadenar hospitalizaciones recurrentes en el transcurrir de los siguientes dos años. El diagnóstico decisivo señalaba el desarrollo de un trastorno mixto ansioso-depresivo, así como de síntomas de estrés postraumático.

“Me trasladaron varias veces. Ya era un inconveniente para la Policía. Comencé a tener muchos problemas con los médicos psiquiatras, me peleaba con ellos. Eran muy pocos los profesionales con los que lograba establecer esa conexión… Esa empatía. Fue un tema demasiado duro en aquel tiempo”, reflexiona Jenifer. Tanto a ella como a su núcleo familiar le fue preciso contemplar el impacto de aquella cotidianidad en el bienestar de su hija. Desde entonces, la niña vive al cuidado de su tutor. Eran etapas de tal dificultad y envergadura que, sólo una vez allanadas, permiten asimilar la magnitud de lo que realmente significaron. Más aún se veían acrecentadas al contemplar que, recién durante el diciembre anterior, Jenifer había perdido a su padre y, todavía más recientemente, a un valioso amigo que consideraba parte de su linaje. Aun así, continuaba.

Se vio obligada a emprender, a la par de su ya dificultosa evolución clínica, un proceso de índole legal. Fue despedida a causa de que no contaba, según el dictamen institucional, con la entereza requerida para ejercer sus labores habituales. Sin embargo, y como resulta apenas evidente, no se trataba de un hecho fortuito de su responsabilidad el que así ocurriese. Es la razón por la cual se adentró en la búsqueda de apoyo profesional que acompañara su lance. Costeó los servicios de tres abogados, el último de ellos consiguió elevar el caso hasta el Tribunal Médico Laboral de Revisión Militar y de Policía. La sentencia falló a su favor. Se ordenó garantizar el derecho de Jenifer a trabajar como agente de la manera en que acostumbraba, con ciertas restricciones propias de los efectos farmacológicos de las pócimas recetadas.

La resolución no se dio de manera inmediata, desde luego. Fue revelada durante el mes de agosto del pasado 2023. Jenifer pudo reincorporarse laboralmente al cabo del siguiente año. Uno de los acondicionamientos que mayor tranquilidad le produjo fue el de la autorización que recibió para portar un uniforme azul. La erudición del evento catastrófico la condujo a enemistarse con la tradicional prenda verde de la institución. Propio del estrés postraumático. Hubo suma especificidad. A los atuendos los relaciona, involuntariamente, con los perjuicios de la experiencia, motivo desencadenante de la alteración de su estado emocional. El canje cromático no fue menos que idóneo.

Gracias al siguiente veredicto de la junta médica, Jenifer se encaminó también a un tratamiento personalizado ofrecido por la Dirección de Veteranos y Rehabilitación Inclusiva (DIVRI). A partir de entonces ha logrado finiquitar su rumbo de la mano de la consecución de valiosos objetivos que han significado para ella el renacer de su vida. Génesis en su concepto. Escribió, produjo y dirigió el cortometraje Manos de Ángel, producto cinematográfico recopilatorio de su historia. Con la pieza, Jenifer participó en la primera edición del Festival Internacional de Cine Inclusivo, celebrado en la ciudad de Manizales. Alcanzó la fase semifinal.

Allí mismo ingresó a Héroes por Vocación, Dios y Patria, un programa interdependiente de asistencia a militares y policías en condición de discapacidad. El gran mérito que para Jenifer supuso integrar el proyecto no era sólo el de aportar los conocimientos consecuentes de su vivencia, sino también el de resignificar el rol del que ahora se apropia. En esencia, transformarse. “Me di cuenta de que debía cambiar el discurso. Dejar de ser sólo la víctima. Aceptar la realidad y ser esa mujer valiente, capaz de hablar y poder contar mi historia con la frente en alto. Es una suerte de superación por la que me empecé a caracterizar. Cada día me daba la oportunidad de mejorar teniendo conversaciones saludables y encontrando ayuda en las personas maravillosas que la vida me puso en el camino”, asegura.

A modo de sustento familiar, Jenifer y su hija adelantan ahora un emprendimiento del mismo nombre que su cortometraje. La referencia al trazo celestial es precisa. Ambas diseñan arte religioso empleando diversas técnicas y accesorios. Ostentan más de quinientas piezas hasta la fecha, muchas de las cuales han entregado a sus seres queridos. Por supuesto que no habrían de olvidar nunca realizar un envío semejante con la moneda del general Vargas, cuyo destino era terminar en posesión de aquella milagrosa mujer que había salvado la vida de Jenifer. “Tardé varios días en averiguar quién era. Se trataba de una subintendente de apoyo de la oficina de planeación. Al final, logré comunicarme con ella y hacerle llegar el objeto. Le pregunté por qué había tomado semejante riesgo de sacrificarse por ayudarme en aquel lugar”, relata Jenifer. Cuesta asimilar tal valentía.

Resulta tal y como lo expresó. Se puede decir más alto, pero no con mayor claridad. Los poco más de tres años que han transcurrido desde aquel martes 4 de mayo de 2021 han significado para Jenifer un constante resurgir de monumentales proporciones que antes no hubiese podido calcular con igual exactitud. No se trata de un avance lineal. En el campo de las afecciones mentales, rara vez se presenta una mejoría de tal naturaleza. En cambio, suelen darse como en su caso: retrocediendo un paso para avanzar dos.

Transcurrido el tiempo, con cerca de cuatro décadas en su haber, nadie se equivocaría al asegurar que Jenifer se encuentra ganando la batalla. Una fulminante cruzada por su futuro y el de su familia. Quien tampoco equivoca su juicio es la mujer que la socorrió en aquella distante noche. 

A la incógnita sobre el motivo de su lance respondió con claridad: En mi unidad tenemos un lema Salimos todos y llegamos todos. Ciertamente lo hizo valer.

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