“En un instante de suma espontaneidad, escuchó una descomunal explosión cuyo impacto se acrecentaba en trayecto distante. Su respuesta inmediata fue tomar aquel comunicador y prestar atención a la descripción de la novedad”.
Por Cristian Gasca y Óscar Durán.
En la periferia occidental del departamento de Cundinamarca, donde su homólogo caldense establece límites territoriales, se erige La Dorada, un icónico municipio cuya estirpe fundacional se remonta al cese de la Guerra de los Mil Días. Allí mismo, hace veintiséis años, nació Jean Carlo Duque. Su infancia transcurrió en el corregimiento aledaño de Guarinocito, en compañía de sus abuelos maternos, quienes lo criaron y le brindaron amparo en aquellas primeras etapas de vida. Sus padres se separaron cuando apenas cumplía cinco años de edad. Al cabo de un tiempo, su madre, Jenny, conoció a alguien más, otra persona con la que iniciaría una nueva etapa. Aquel hombre acabaría forjando una relación significativa con el pequeño. Se convirtió en su padrastro. Había servido como policía, y Jean tomaría el mismo rumbo en el futuro. Influencia temprana.
A pesar de tales dificultades, sus abuelos lograron proveer al pupilo de permanente sustento y, de igual manera, lo educaron con empeño.
Su abuela lo instruyó prontamente con los valores morales que hasta la fecha caracterizan su personalidad, enseñanzas basadas en el prototipo tradicional de hombre servicial. Dispuesto a la atención del prójimo y a la perseverancia. Por otra parte, su abuelo habría de inculcarle lo que para él representaba la valiosa estima del trabajo. Lo llevaba consigo, en calidad de colaborador, a realizar las avezadas labores de jardinería que desempeñaba en el pueblo. Conociendo el brío desde la niñez. Jean se crio de la mano de sus ascendientes y también de la de su ejemplo.
Adentrado ya en la etapa de la adolescencia, comenzaría a vivir con su madre. La describe como una mujer estricta con la cual, durante varios ciclos, sostuvo una compleja relación consecuente. Jean nació cuando Jenny tenía quince años, razón misma por la que, posteriormente, sus abuelos asumieron los cuidados infantiles precisados. Ahora, en aquel presente, el padrastro de Jean era designado a trabajar en los Escuadrones Móviles de Carabineros (EMCAR). La división opera bajo el mandato expreso de garantizar la seguridad rural de la nación. Naturalmente, cuenta con mayor presencia en los territorios de rústicas extensiones campestres antes que en las principales concentraciones urbanas. Esta coyuntura fue motivo para que la madre de Jean regresara a La Dorada. Residía, esta vez, con su hijo.
El nuevo periodo entrante en la vida de Jean dio lugar también a un alegre sino: compartía en gran medida con su padre biológico, con quien nunca perdió contacto. A la par, replicaba lo propio con la nueva pareja de su madre. Era alguien que, a pesar de no atesorar en Jean un lazo de sangre, se mostró siempre dispuesto a entablar el mejor de los vínculos con su persona. Lo frecuentaba en los eventos familiares y tomaba partido activamente en el aval de su sustento. La de Jean es rememorada por sí mismo como una juventud feliz. Una que aún continúa.
La cima del contento que le atañaba fue el nacimiento de un hermanito. Hijo de su padrastro y de su madre. Jean había anhelado con sumo fervor tener tal compañía. Cuando llegó, ejerció su rol de hermano mayor de la más noble y pura forma en que alguien de su prematura longevidad podía hacerlo. Preparaba su merienda, cambiaba su ropa y, eventualmente, lo llevaba consigo a distintas prácticas deportivas. Como fue instruido: predilección y servicio. Aquella se convirtió en la costumbre del día a día de Jean hasta que culminó sus estudios secundarios en 2014. En plena convicción de continuar con el legado de su padrastro, decidió entonces enlistarse en la Policía Nacional casi tres años después, tras cumplir la mayoría de edad.
Manizales fue la sede del comienzo de su preparación. Los cien kilómetros que ahora lo separaban de su hogar natal fueron para Jean motivo de una drástica conmoción que le aquejó durante algún tiempo. “Yo nunca había estado lejos de casa. No tanto. El cambio fue bastante notorio, pero yo decía que no era imposible seguir. Pensaba en que, si esa era la meta, uno tenía que sacrificarse, mostrar valentía y hacerlo con toda la actitud”, recuerda. La carga de la coyuntura podría parecer excesiva en el juicio de quien rememora experiencias similares con un céfiro de madurez. Este no era caso semejante. Jean no superaba los diecinueve años de edad. Cuando partió a la Ciudad de las Puertas Abiertas, la fecha coincidió en inverosímil pero verdadera suerte con el octavo cumpleaños de su hermanito. No pudo asistir, y la aflicción fue inevitable. Aunque la fortuna de aquella casualidad parecía obedecer a la manía, le reconfortaba encontrarse cumpliendo el laborioso deseo antecedido por su padrastro.
Al cabo del año que transcurrió hasta la finalización de aquel primer curso, Jean se había destacado ampliamente entre el extenso conjunto de jóvenes que consigo se formaron. Fue elegido como uno de los veinte con mayor sobresaliencia. La selección de patrulleros esperaba con ansias e intriga la primicia de la división a la que serían asignados para trasladarse allí y empezar a operar. Todo tras recibir la confirmación pertinente. El destino de Jean fue la Dirección de Antinarcóticos, en la cual habría de encargarse de apoyar labores de erradicación de cultivos ilegales. Tendría que presentarse en la Escuela Nacional de Entrenamiento Policial (CENOP) para recibir el acondicionamiento correspondiente. Su escuadra fue recibida y capacitada por los Comandos Jungla, un grupo de operaciones especiales de élite de la Policía Nacional.
Activos desde 1989, los Jungla, como se les conoce popularmente, perciben gran reconocimiento internacional a causa de ser una de las unidades policiales más letales del planeta. La continua y enardecida lucha que mantienen contra el telón del narcotráfico, las bandas delincuenciales y el crimen organizado así lo amerita. En su auge, recibieron entrenamiento de primer nivel por parte del Servicio Aéreo Especial (SAS), un cuerpo del ejército de las fuerzas británicas. Fue entonces que los Comandos se convirtieron en la división referente de las exitosas operaciones de antinarcóticos por las que ahora se les reconoce. A los nuevos integrantes del CENOP les harían experimentar, con creces, el motivo de su intachable reputación. Un lance a la medida.
“Recuerdo que nos sacaron de todo hasta más no poder. Fue una exigencia, tanto física como psicológica, durísima”, asegura Jean. No cede cabida en su memoria uno de los últimos desafíos que implicó aquel infernal entrenamiento: la tradicionalmente apodada prueba reina.
Les era impuesta a los formados una marcha de dieciocho kilómetros que habría de realizarse cargando un morral colmado de arena; su peso era de veinte kilos. La demanda corporal que semejante travesía implicaba sería de gran ayuda para certificar la idoneidad de las condiciones fisiológicas de los hombres que lograran completarla. Jean fue uno de esos flamantes vencedores. Una vez que retiró las gruesas botas que protegían sus pies, notó en estos últimos la sangre que emanaba de sus plantas. Producto de un esfuerzo inigualable. El regocijo de satisfacción obtenido después de tal hazaña es digno de añorar.
La culminación formativa del ciclo martirial dio lugar a la posibilidad de que Jean se apuntara para ejercer como guía canino en la Dirección. Debido a los precisos resultados de las pruebas médicas, no le fue posible. Los indicadores que daban cuenta de sus propiedades sanguíneas manifestaban cierto grado de alergia a los canes. En consecuencia, optó por la alternativa recomendada de capacitarse como detectorista de metales, cargo de inherente trascendencia en los procesos de identificación y erradicación de cultivos ilícitos.
Su adecuación fue tan breve como precisa, los conocimientos subyacentes de su proceso previamente completado adquirieron entonces gran pertinencia. Al cabo de poco más de un mes, ya se encontraba preparado. La más ardua etapa parecía haber sido superada. El primer destino laboral de Jean en su nuevo cargo fue uno de colectiva familiaridad dentro de las filas de la Dirección de Antinarcóticos, el vestigio de todo tipo de recuerdos inalterables allí reposa: San Andrés de Tumaco. Cierto es que nada ha escapado a ser narrado cuando del municipio portuario de trata. El seudónimo de la Perla del Pacífico resulta perspicaz.
Fueron varios meses en los que Jean cumplía misiones exitosamente. No por ello desconocía el sacrificio que estas acarreaban. Se valía igualmente de la experiencia suministrada por sus cursos formativos para adquirir mayor confianza y serenidad. Fortalezas aplicables en vivencias futuras. Las primeras operaciones se vieron acentuadas por constantes desbordes de ansiedad que implicaron para él grandes sobresaltos. El inagotable temor de verse expuesto a una o a varias minas antipersona mientras lidiaba incesantemente con el fogoso intento de localizar su ubicación precisa. Era su oficio: advertir la presencia de aquellos siniestros artefactos que rodean las plantaciones irregulares. Exigencia y desgaste. Desde 2019 se encontraba allí. Logró adelantar, sin mayores contratiempos, la totalidad de cuatro fases de erradicación, cada una cercana a los ochenta días de permanencia.
Resulta escaso asegurar que no se trata de una labor sencilla. La patrulla de operaciones está conformada por varios policías atenazados en sus especialidades: guías caninos, explosivistas, enfermeros y, por supuesto, detectoristas; como Jean. Su cometido abarcaba el recorrido de amplios trayectos propensos a ser inspeccionados con el instrumento de detección, que solía abarrotar en su espalda. En apoyo de sus compañeros, se encargaba de examinar tales tramos. Él transitaba áreas de relieve lo suficientemente plano como para que la máquina pudiese operar en plenitud, mientras que los guías hacían lo propio en zonas de más alta maleza, siempre en procesión de su can.
Antes de dar inicio a cada cometido, era preciso realizar una prueba de suma eficacia para certificar las óptimas condiciones del artefacto detector. Consistía en emplear una barra de silicona de entre quince y veinte centímetros de longitud con un trozo de metal atado a su punta. Al aproximar la pieza a la máquina, esta última debía emitir la señal de alerta pertinente. El ejercicio podría parecer banal. Sin embargo, su éxito aseguraba el hecho de que la capacidad del instrumento supere un mínimo de profundidad inspeccionable con el fin de advertir la presencia de una mina antipersona. Las autoridades remarcan con frecuencia que lo que en esencia consigue localizarse no es el artilugio explosivo en sí, sino el material metálico que lo compone. Jean arriesgaba su vida en tan riesgosa faena, motivo de indubitable suficiencia para adoptar la rigidez de toda valiosa precaución. La efectividad de tales reservas es considerable; por desgracia, no absoluta.
Para un formidable pero aún joven policía, fue de gran ayuda conocer a la persona con la cual entablaría una de las más grandes fraternidades de su vida: Nares Mora. Cuando se adecuó a la cotidianidad de las fases de erradicación, Jean obtuvo el amable recibimiento de un compañero cuya antigüedad en la división le dotaba de la experiencia y el prestigio necesarios para generar firme confianza entre sus iguales. Cualidad excepcional para quienes trabajan por los demás antes que por sí mismos. Un gesto equiparable fue el que tuvo Nares con el entonces aún perfectible agente. Se dispuso a brindarle asistencia frente a cualquier duda que su implacable labor pudiese generarle y también le invitó a visitar su base en más de una ocasión.
No es fruto de la casualidad aquella continua y enérgica propensión positiva con la que varias personalidades abordaron a Jean a lo largo de su camino. El apacible temperamento que lo caracteriza es distinguido con facilidad. Tal aptitud ha de ser enaltecida con el inquebrantable carácter que le otorgue las condiciones justas para concebir una identidad erigida entre las más grandes virtudes que contrastan los extremos de la ingenuidad y la arrogancia. Así es él, y muchos lo reconocieron de inmediato. El de Nares fue un caso que, por desgracia, precedería a una suerte casi compartida. “En el área de operaciones uno no hace amigos. Hace hermanos. Porque todos pasamos por lo mismo”, reflexiona Jean.
A las cuadrillas misioneras de una misma facción se les conoce como casetes. Los uniformados son divididos en conjuntos de esta denominación para operar en zonas específicas. En una de las nacientes fases de erradicación, que apenas contaba con veinte días de haber empezado, Jean y Nares fueron asignados a distintos casetes: al sexto y al décimo, respectivamente; de manera que, a pesar de encontrarse en el mismo sector, la geografía del mismo los separaba por notables distancias. Cerca pero lejos.
Jean se encontraba en la cotidiana revisión de un cultivo junto a las demás unidades de su casete. Contaba con su radio, equipado como medio de contacto con las demás ramificaciones de la escuadra. En un instante de suma espontaneidad, escuchó una descomunal explosión cuyo impacto se acrecentaba en trayecto distante. Su respuesta inmediata fue tomar aquel comunicador y prestar atención a la descripción de la novedad, que a través del aparato era informada. Se enteraba de lo ocurrido: un siniestro que habían sufrido sus compañeros de colindante ubicación. Mencionaron los nombres. El de Nares se encontraba entre ellos.
Su amigo había perdido las dos piernas. “Yo quedé en shock. Dije que no podía continuar, no tenía la capacidad de hacerlo. Empecé a sentirme verdaderamente mal”, recuerda Jean. Esa misma noche, ya en la base de la patrulla, los uniformados adelantaron una oración conjunta, fortificada en sus creencias, con el fin de implorar por la salud de su compañero caído. Eran alrededor de las once de la noche cuando, por medio de una nueva emisión radial, Jean supo del fallecimiento. Todo había transcurrido en un imprevisible lapso que no admitió previsión alguna.
La suya fue una casi impuesta tenacidad por continuar adelante. Jean permanecía con la atención fija en la muerte de Nares, cuyo corazón no resistió a las afecciones del incidente. El embate de la detonación no reveló tales consecuencias con inmediatez, fue el motivo por el que la fatalidad última se desató en instancias nocturnas. Todos los comandos convivían con el constante desasosiego de verse expuestos a suertes similares a las de sus camaradas abatidos.
Para Jean no era del todo desconocida la terrible sensación de aquella experiencia. Otro de sus más grandes amigos, con quien compartió la senda de la Dirección de Antinarcóticos, también había sufrido una calamidad semejante en febrero de aquel remoto 2019. Fue la novedad de Néider Parra. El innato destino de esta no trajo consigo su desfallecimiento. Néider logró sobrevivir. En modo alguno, Jean parecía estarse acercando a desdichas que, como fruto de una maligna mira, aguardaban para él vivencias que desafiaban su capacidad para sobreponerse. Lo magnífico del asunto es que lo haría.
Era el 31 de marzo del mismo año, que no paraba de alzarse abominable. Al cabo de tempranas horas de la mañana, el casete de Jean, compuesto por otros cuatro hombres, emprendió la misión que por entonces se tornaba prioritaria: habían trazado la ruta a seguir para dar la ubicación de dos laboratorios destinados al procesamiento de coca. Adelantaron toda la planeación el día anterior. El tramo abarcó cerca de una hora y media de recorrido. Ya en el primero de los dos blancos, Jean se dispuso a calibrar su detector con la verificación habitual, empleando la barra de silicona. Examinó la instalación y descartó algún peligro inminente. La tropa ejecutó entonces el desmantelamiento por quema.
Fue en el trayecto hacia el segundo laboratorio que todo aconteció. Los uniformados, en hermandad, avanzaban. La formación era dirigida por el guía explorador Navarro; proseguía Jean; a su paso, el capitán a cargo y, detrás suyo, el explosivista Cardona y el enfermero Calvache. Es común entre las unidades policiales referenciar expresamente el apellido de sus compañeros, en ocasiones, antes que sus nombres. Su identidad dentro de la institución así se erige. Como medida protocolar, la alineación mantenía una distancia preventiva de cinco metros entre cada uno de sus integrantes. El propósito era evitar la inhabilitación consecuente de todo el grupo si llegase a ocurrir novedad alguna. La separación posicional entre los hombres debía ser suficiente para que, en el peor de los casos, no resultasen todos afectados.
Tal estrategia de alejamiento tuvo la desgracia de ser puesta a prueba en aquel fatídico segundo recorrido. El guía Navarro marchaba liderante. Se disponía a traspasar un gran tronco que yacía en el camino. Habiendo superado el óbice, Jean se aprestó a replicar la acción. Recuerda dar un paso durante el trámite y, de pronto, elevarse rápidamente a una altura que hubo de posicionarse alrededor de los tres metros sobre el suelo. Medición resultante de su agitada percepción de trayectoria. La sensación que experimentó al caer lo mantenía atónito. “En ese momento, yo no era consciente de nada. Era como ver una película y ponerle pausa. Porque fue así. Se me paralizó el mundo”, recapitula.
Eran elocuentes las imágenes posteriores en la mente de Jean. Visualizó, en lo que él rememora advertir como el orden secuencial de una ruleta giratoria, su vida. “Me vi de niño, de adolescente y, después, como actualmente estaba. Vi a mi mamá, a mi papá, a mis abuelos… A todos. Fue el resumen de mi historia”. El reflejo que por entonces lo conmocionaba mayormente era el de su madre. Tres días antes de lo ocurrido, Jean logró obtener señal telefónica para comunicarse con ella. Se trataba de una hazaña. El área de operaciones tumaqueña no solía contar con cobertura estable, mucho menos permanente. Para los familiares de los policías allí presentes, el método tradicional de contacto acostumbraba a ser la única alternativa disponible para saber que sus seres queridos se encontraban a salvo. Una de esporádica recurrencia. El alivio así se acrecienta cuando las noticias son las esperadas.
La totalidad de la llamada se había visto colmada por las incesantes demandas de preocupación de Jenny hacia su hijo. Aseguraba que tenía un mal presentimiento concerniente a la exposición en la que él se encontraba. A los atisbos de su labor. Le confesó que los más trágicos pensamientos la aquejaban, haciéndole imaginar indeseables destinos que, solo hasta establecer contacto con la base de Jean, podía descartar. Al asimilar la peripecia de que tales confirmaciones de seguridad se dan tras el curso de inagotables esperas, se dimensiona con mayor exactitud el suplicio que estas suponen. Únicamente para repetir el ciclo una vez más. Es una travesía de Sísifo realizada.
Todos los hombres unieron esfuerzos en socorro de Jean tras la detonación. Retiraron los restos del uniforme que increpaban sus heridas, lo mantuvieron inmóvil y le inyectaron una sustancia especial para estimular los niveles de adrenalina. El impacto visual de la escena apenas comenzaba a asentarse. “Lo primero que hice fue levantar mi pie derecho, que era el afectado. Cuando lo elevé, se me abrió como en tres pedazos. La punta estaba donde va el talón. El tobillo quedó por allá… Yo no sabía ni cómo”, relata Jean.
Fue Calvache quien prontamente se dispuso a vendarlo y, junto a los demás, emplazaron en su cuerpo el torniquete óptimo para la hemorragia que sufría. El dolor era inaudito. Lo engrandeció el hecho de que debía llegar por su cuenta y la de sus fieles camaradas hasta la ubicación de aterrizaje del helicóptero rescatista. El vehículo arribó a las coordenadas admisibles más cercanas a la zona; sin embargo, le era imposible descender en el punto exacto donde se encontraba el casete. La coyuntura demoró un poco la extracción. Con el estado de Jean. Visceral en toda regla.
Su novedad era una de las numerosas contingencias que habían tenido lugar en aquel desdichado campo. A Néider le había ocurrido un mes antes, precisamente a un kilómetro del sitio. Jean fue víctima también de las indeseosas querellas de civiles que rodeaban el lugar en el cual el policía debió continuar su traslado a bordo de una ambulancia terrestre. Sucede que ciertos sectores de la población rural perciben los cometidos antinarcóticos de las autoridades como infames esfuerzos para diezmar las fuentes de ingresos del territorio que, si bien emanan como arcaico sustento de los grupos insurgentes locales, también suelen acabar generando réditos entre las personas de a pie. La guerra no es ficción. Una división inconfundible entre dos bandos, bueno y malo, es todo antes que realista. No es tan sencillo.
Los primeros auxilios, que incluyeron la estabilización por medio de anestesia, aliviaron en justa medida la condición física de Jean. Después, dispuso de ser llevado a la ciudad de Bogotá. El vuelo en cuestión tardó poco menos de tres horas, eternidad en la que la resistencia al dolor se hizo ver como una mítica cualidad imposible de mantener. Las reacciones de los socorristas que veían a Jean le hacían preguntarse a él mismo por la gravedad de su estado, del que aún no tenía pleno conocimiento.
Jenny imaginó lo peor cuando fue informada de los hechos. Se apresuró a preguntar si su hijo había fallecido a causa de la explosión. Afortunadamente, Jean pudo hablar con ella mientras se encontraba internado, otorgándole el parte de tranquilidad preciso de que se encontraba con vida. También le pidió que se acercara al hospital y le aseguró que volverían a hablar una vez finalizada la cirugía prioritaria a la que estaba a punto de ingresar. Se trataba de una urgente operación planificada en afán de salvaguardar la entereza del pie. A pesar de los esfuerzos médicos, no fue posible conseguirlo. El ortopedista encargado informó a Jean que, en compañía de la junta de profesionales que le atendían, habían notado que no existía forma de recuperar la integridad de su extremidad. La perdería.
Los padres de Jean se encontraban ya en el centro clínico. Tras el embate de irreparables momentos de shock emocional que aquejaron especialmente a su querida madre, ella accedió a firmar la autorización pertinente para dar lugar a la amputación que se requería. No daba crédito a que su niño, de apenas veintiún años recién cumplidos para aquel entonces, se viera envuelto en el obligatorio deceso de una parte de su cuerpo. La comprensible negativa a firmar que inicialmente la invadió fue repelida por un imperante motivo. Más que persuasivo. De aguardar más tiempo, era probable que la amputación ya no precisara realizarse puntualmente en el pie de Jean. Sería en una zona más alta de su pierna, cercana a la rodilla, y abarcaría la totalidad de la región resultante. Fue entonces que la mujer cedió.
Jean recobró la consciencia por completo alrededor de una semana después de la intervención. Se hallaba entubado en una unidad de cuidados intensivos. Recordaba haber experimentado instantes de irreverente angustia durante los procesos de operación. Había perdido temporalmente la movilidad somática mientras, internamente, continuaba inalterable en una fase de vigilia. Así es como lo vivió. Un estado de coma. Su sentido auditivo permanecía intacto, advirtiendo los sonidos a su alrededor en diversas etapas en las que su organismo mantenía todas las acciones anatómicas de un reposo concerniente.
Una vez que se alzaba ya en condición estable, así como en limitada libertad de movimiento, Jean comenzó a examinar por cuenta propia los rezagos manifestados en su cuerpo. Sabía que la onda expansiva de la detonación había alcanzado uno de sus riñones y, a la par, le generó problemas también en un pulmón. Se dispuso entonces a divisar daños evidenciables a simple vista; entre ellos, por supuesto, el de su pie. Al desenfundar la cobija que lo cubría, la zona reveló una escena que produjo en Jean un súbito escalofrío. Inmediato. Notó la cicatriz del corte realizado. Era una encrucijada de su composición natural con la homóloga derivada de la intervención médica. En reemplazo temporal del ahora amputado pie, yacía un taco de soporte.
Contrario a todo pronóstico, Jean recuerda impulsar con vigoroso entusiasmo un pensamiento fulminante en su ser. Instantáneamente y con aura de ultimátum. “Tengo dos opciones: echarme a morir, poniéndome a llorar y sabiendo que el pie no va a volver o adaptarme, simplemente, al cambio que esto implique y aprovechar las puertas que a raíz de todo se me abran. Elijo la segunda opción”, se dijo a sí mismo en aquel momento. Y volvió a cobijarse.
El más emotivo tramo de tan suntuosa etapa lo almacena en sus memorias. A causa del temporal enmudecimiento con el que permanecía, tuvo que escribirle una nota a su madre para comunicarse con ella. Aun teniéndola en frente. Dado que la superficie bucal de su mandíbula se encontraba ampliamente afectada, le era imposible hablar temporalmente. El mensaje para Jenny incluía un agradecimiento manifiesto por su compañía incondicional, le preguntaba también si lo querría de la misma manera aún bajo el perjuicio de sus secuelas. “Mi rey, yo a usted lo voy a amar como sea”, le respondió mientras besaba su frente. Hasta la fecha, ella guarda el escrito.
En completa concordancia con aquel impulso de superación que invadió el mandato de Jean al despertar, dio inicio a su proceso de resarcimiento tan pronto como le fue posible. Una vez habilitado en el área óptima, comenzó a asistir a las terapias de recuperación. Lo hizo junto a Néider. Los dos recibieron el alta de cuidados intensivos con suma cercanía temporal. Fueron apenas días de diferencia, a pesar del considerable desfase de ambos siniestros.
“Estuvimos como un año haciendo terapia. Fue un tratamiento bastante difícil porque, como nos decían las enfermeras, de nuestro propio esfuerzo dependía que volviéramos a caminar”, afirma Jean. Es para él inevitable destacar con alegría la inapelable importancia que tuvo el séquito de Néider para mantenerse imbatible en la cruzada anímica por seguir adelante. Su compañía tuvo igual valor en el proceso de su amigo. Hubo mutualidad. Jean recibió la prótesis requerida nueve meses después. Se acostumbró rápidamente a su uso, pues contaba aún con la funcionalidad de su rodilla. Caminar se le facilitaba.
A causa de un contratiempo resultante de la amputación, la tibia de su pierna se vio desprotegida. Con el pasar de los días, el hueso permanecía expuesto al ejercer como apoyo irregular, motivo por el que Jean requirió ser intervenido de nuevo. Había riesgo inminente de fisura. Le fueron recortados cinco centímetros más del cuerpo óseo. Ante la imposibilidad de acaparar anestesia general, Jean se vio obligado a presenciar la escena. Califica la experiencia como traumática. Solamente sus piernas gozaban de letargo y él advirtió todo de forma consciente. Demostraba la fortaleza resultante de aquel embate que se apoderó de sí cuando despertó en la unidad de cuidados intensivos. Tiempo después, tal voluntad se mantendría.
La predisposición perseverante con la que Jean afrontaba su hado rendiría frutos con más prontitud que tardanza. Recibió una invitación por parte de la Embajada de Estados Unidos para participar en la Media Maratón de Bogotá, fue cuando aún se transportaba en muletas. Completó cerca de cinco kilómetros. Un mérito enorme. Influidos por la inquebrantable actitud que mostró durante la competencia, los convocantes consulares se decidieron a ofrecer, a él y a sus compañeros, apoyo permanente en el ámbito deportivo.
Jean también empezó a formarse como psicólogo profesional. Se encuentra cursando su cuarto año. Es un proyecto que inició casi simultáneamente con Néider, quien optó por el mismo camino educativo. Han compartido destinos desde 2019. Uno en amparo del otro. Paralelamente, Jean se ha dedicado incesantemente a continuar mejorando su forma atlética. Ya en más aptas condiciones favorecidas por su prótesis, participó en distintas competiciones celebradas en Washington, Orlando y Miami. Rememorando el entrenar de los Jungla. Ahora se prepara para la Maratón de Nueva York. Nada lo ha detenido. Pretende superar los cuarenta kilómetros.
Su historia es una a la que él mismo se encargó de instruir significado. “No me arrepiento de todo lo que pasó. Hoy estoy muy bien”, asegura Jean tras recordar que, en su momento, recriminó a Dios acerca del por qué y del para qué de lo ocurrido. Son incógnitas que por su cuenta resolvió. No ha hecho más que motivarlo el hecho de que conserva su independencia, la entereza de su capacidad para actuar por designio propio tanto en el espectro físico como en el mental. Semejante gracia, sumada a la valiosa compañía y apoyo de sus seres queridos, lo convierten en un hombre afortunado.
Uno que no supera la treintena de edad, y, sin embargo, representa el legado de compañeros cuyo deceso ha conocido, como el de Nares. Su aporte es tan real como simbólico. Acapara la experiencia de quien ha vivido profusas décadas. Reitera: no guarda arrepentimiento alguno.
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Fuentes adicionales: