“La caída nocturna destacaba por la pesadez del ambiente que traía consigo: un panorama tan opaco y ensombrecedor que casi parecía esforzarse por generar afinidad con la historia del lugar en el cual se hacía presente”.
Por Cristian Gasca y Óscar Durán.
Tres abundantes cuerpos de agua convergen en el río Tarra, un amplio caudal que recorre los alrededores de la región colombiana del Catatumbo y, que, a su vez, delimita el territorio fronterizo con Venezuela. Allí mismo, en las entrañas del departamento de Norte de Santander, se erige el corregimiento de Tres Bocas, un pequeño asentamiento permanentemente azotado por la violencia cuyos habitantes dependen, en gran medida, del mismo arroyo que yace junto a sus hogares como sustento económico. Viven de la pesca.
El Tarra ha sido, durante décadas, un silencioso y particular testigo de innumerables operaciones armadas de comandos guerrilleros pertenecientes a las FARC, ELN, EPL e, incluso, de actividad periódica de una banda delincuencial autodenominada bajo el seudónimo de Los Rastrojos.
sensación colectiva y precaución natural frente a cada homicidio, secuestro o ataque que, con perturbadora recurrencia, se perpetúa en los alrededores de las áreas habitadas. Lo mismo habría de ocurrir una vez colmada la tarde del 20 de noviembre de 2010, cuyo fatídico crepúsculo se estremecería dando paso a los estragos de la violencia. Una vez más.
El reloj marcaba las siete de la noche. El espesor del viento hacía alusión a la oscuridad del cielo tanto como a lo nublado de su regazo. En la Subestación de Policía de Tres Bocas, de apariencia más semejante a una construcción civil que a una instalación policial, el patrullero Jaime Enrique Rodríguez hacía entrega de su turno a cargo después de cubrir extensas ocho horas de trabajo. En aquel sitio parecen veinte. Ya con disposición de dirigirse a descansar, se adentró entonces en su habitación, ubicada en el mismo establecimiento. Y así, como si el destino hubiese aguardado caprichosamente por la hora exacta del cese de funciones de Jaime, él advirtió de pronto el súbito estallido de disparos que se acrecentaban a la distancia.
Tomó su armamento de inmediato: reacción propia del entrenamiento con el que contaba, ahora puesto a prueba en una situación de contingencia real. Como nunca. Ágilmente, acaparó posición de combate en una garita próxima a la Subestación y se preparó ante la inevitabilidad del enfrentamiento. Fue entonces cuando escuchó agónicos gritos provenientes de quien, definitivamente, no parecía empuñar un arma enemiga o representar peligro alguno. Una señora. Una civil. Repetía con desespero que habían acabado de matar a un hombre.
Jaime quiso salir del puesto de vigilancia, que ostentaba cierta elevación estratégica, motivo por el que aquella mujer se encontraba considerablemente lejos de su posición. Metros son millas en combate. A pesar de la dificultad, intentó acudir en su auxilio. Sin divisar cómo o siquiera en qué instante ocurrió, Jaime fue alcanzado por una bala en inapelable trayectoria. Su brazo recibió la totalidad del impacto y su dotación bélica cayó bruscamente al suelo; acción que él, en toda su integridad corporal, replicaría instantáneamente con el fin de proteger su vida, ya comprometida previamente por el caos del fuego cruzado.
Ya cubierto, Jaime notó rápidamente el sangrado que le agravaba, cuyo rebosante descenso pectoral aumentaba sin reparo. Se magnificaba con el transcurrir de cada segundo. Sus compañeros de la Subestación le auxiliaron, lo llevaron de vuelta a la instalación principal y le brindaron asistencia médica. Lograron apretar el brazo de Jaime con un torniquete improvisado en afán de evitar que se desvaneciera su sensibilidad muscular y, posteriormente, perdiera la extremidad. Tal ayuda, por desgracia, no resultaba igual de efectiva para atenuar el estado de shock emocional tanto como lo era para aliviar el dolor físico.
En aquellos momentos donde impera la inacabable secreción de adrenalina, tomar las decisiones correctas se convierte en el mayor de los retos; son sentencias que afloran por la inmediatez de su requerimiento, y Jaime no titubeó en asumir la más importante de todas: sujetó una pistola de su armamento, dentro del cual se incluían también ametralladoras y lanzagranadas facilitadas por la Policía Nacional como parte del equipamiento de la sede. Y así, en total convicción, se dispuso a actuar frente a la posibilidad de que ocurriera lo peor: “Apenas entre aquí un guerrillero o algo… Me quito la vida”, decidió Jaime en apenas instantes. Ya se encontraba herido de gravedad. Prefería ejecutar semejante resolución antes que ir secuestrado o ser asesinado por los insurgentes responsables del ataque.
“Era mejor morir por mi cuenta antes que esperar a que ellos me mataran. Lo asimilé como parte de mi preparación, es lo que implica enfrentarse al escenario de ser capturado y torturado”, afirma Jaime mientras rememora la secuencia con detalle. Instantes indeseables. Cerca de cuarenta minutos transcurrieron antes del fin del hostigamiento.
Junto con la imperante desesperación propia del peligro, Jaime habría de recordar su historia. Su vida, que contempló sacrificar si se veía obligado. Pocos mitos gozan de mayor reconocimiento popular que aquel que afirma la existencia de un fugaz segundo en el cual las más preciadas memorias personales desfilan frente a los ojos de quien afronta momentos tan críticos que amenazan con convertirse en los últimos. Es particular que tan suntuosa experiencia pueda ocurrir tanto en el vestigio de quienes abandonan este mundo como en el de aquellos que aún permanecen en él, viviendo. Como Jaime.
Nació en Lenguazaque, un municipio cundiboyacense de modesta extensión que se sitúa a poco más de dos horas de la capital. El lugar debe su nombre al topónimo muisca que hace referencia al “fin de las tierras del zaque”, en alusión al gobernante noble de esta categoría jerárquica que frecuentaba la zona para bañarse en sus aguas termales. Tiempos precolombinos. El zaque gobernaba a la par que servía, debía tener tal vocación.
De la misma manera, míticamente coincidente con la historia de uno de los más importantes personajes con los que comparte lugar de nacimiento, Jaime descubrió desde niño una voluntad innata de amparo en su ser. Una predisposición natural de ayudar al otro. Vivió así sus primeras etapas de vida en el seno de un matrimonio consolidado del cual fue el cuarto y último hijo. Gozó permanentemente del cariño y la unión familiar que correspondió a su hogar desde que este fue forjado, siendo él quien con mayor fervor habría de recibir dichas atenciones en calidad especial de ser el menor de sus hermanos.
Una vez finalizada su preparación como bachiller académico, se dispuso inmediatamente a prestar servicio militar al cabo del día siguiente. Recibió honores un viernes y se presentó como voluntario a la prontitud del sábado. Se vio persuadido por su propia vocación de servicio descubierta en su infancia, acompañada por una inconfundible actitud de rigidez moral que le lleva a permanecer fiel a sus valores y principios, los cuales considera poseer “de raíz”. Tales cualidades, tan esenciales como inamovibles, le caracterizan desde que tiene memoria. Eso sí, a Jaime le identifica también una actitud cálida y tranquila, que rara vez cede a otros impulsos no confundibles con el retraimiento que le precede. Hay quienes le llaman timidez. Un hombre disciplinado, inquebrantable y leal. Jaime eligió su profesión en completa concordancia con la persona que es.
Permaneció un año y medio prestando el servicio militar básico como recluta. Al finalizar dicha etapa, dio inicio a su formación como patrullero de la Policía Nacional, fue asesorado para ello por un familiar pensionado por la institución. Al cabo de unos meses, Jaime se graduó tras haber completado el curso correspondiente, que adelantó en el municipio de Fusagasugá. Era el año 2005. La ocasión ceremonial fue motivo de una conmovedora reunión familiar en la que Jaime tendría la oportunidad de despedirse temporalmente de sus seres queridos; pues, ya en cumplimiento de su recién obtenido cargo, sería trasladado a un nuevo puesto de trabajo para comenzar a ejercer sus renovadas funciones.
El destino era la ciudad de Cali. Junto a otros treinta compañeros también graduados con honores, el ahora agente de Policía partió en un autobús hacia la lejana Sucursal del Cielo. Las primeras semanas de estadía consistieron principalmente en tomar ciclos de inducción referentes a la coyuntura caleña: problemáticas civiles recurrentes, repartición demográfica y habituación a las tradiciones locales fueron algunos de los ejes temáticos que, protocolariamente, se impartieron a las nuevas unidades policiales que arribaron el moderno punto operacional.
“Esa formación se instruía como preparación para conocer el área, los incidentes y su manejo. Es importante familiarizarse porque no todas las comunidades son iguales; las tradiciones entre las personas cambian y no se pueden imponer. Eso influye bastante porque, por ejemplo, la idea de buen comportamiento de la gente frente a las autoridades se ha perdido mucho, pero en aquella época aún se mantenía algo”, asegura Jaime, recordando aquella etapa de servicio policial en la que apenas contaba con veintiún años. La experiencia se gana.
Su adaptación fue dificultosa y la tediosa cotidianidad se tornó evidente, esta lo mantenía alejado de su familia, del entorno que conocía y del día a día al que estaba ya acostumbrado en su antiguo hogar. Lejos de dónde nació y se crió. De casa.
Las condiciones innatas de responsabilidad y autonomía con las que Jaime ahora cargaba fueron grandes forjadores de carácter para un joven que apenas superaba la veintena de edad. Casi como fruto de aquel crecimiento personal, se vio inmerso al poco tiempo en el siguiente paso de su carrera de servicio: después de un breve periodo de no más de dos meses en Cali, le fue comunicado que sería trasladado a Buenaventura.
Tal notificación le llegó acompañada de su correspondiente motivo: era requerida la incorporación de más personal en una de las estaciones locales de la ciudad costera. La Policía precisaba renovar allí su asistencia pública. El cambio se hizo sentir de inmediato. Jaime recuerda cómo percibió, apenas al cabo de unos días, la diferencia abismal en el aura que rodeaba aquel lugar en comparación con la ya parcialmente asimilada sintonía del entorno caleño. Buenaventura es una de las ciudades más violentas del país. Para 2007, uno de los años que Jaime se encontraba allí, fueron registrados un total de 373 homicidios, cifra constatada por el Centro Nacional de Memoria Histórica.
Las advertencias protocolarias en materia de seguridad eran emitidas permanentemente. Jaime y sus compañeros recibían, por parte de sus instructores, todo tipo de exacerbantes directrices que se correspondían con el alto riesgo que implicaba operar en su nueva sede laboral. “Era demasiado duro. Asesinaban a muchos policías. A diario. Uno o dos. No importaba quiénes eran o si no nos conocíamos desde hace mucho: el vínculo que compartíamos nos hacía cercanos. Amigos. Éramos casi como familia, y para todos nosotros fue muy triste”, recuerda Jaime. Todo paso que daba en su carrera dentro de la Policía traía consigo un mayor grado de compromiso en la misma medida que le acompañaban también las constantes vivencias del conflicto. Siempre en carne propia. Buenaventura fue un súbito atisbo de realidad. Cada destino era más peligroso que el anterior.
Jaime no solo presenciaba de cerca la violencia manifiesta que se tornó, con suma crudeza, en la habitualidad de su rutina; sino que, como servidor público, era él quien se encontraba principalmente expuesto a semejante amenaza. Aun así, se mantuvo con firmeza durante no poco tiempo, pues ejerció hasta el año 2008; cuando, tras meditarlo en más de una oportunidad, tomó la decisión de solicitar un traslado voluntario a otra ubicación. En aquella época, la alternativa con la que contaban los patrulleros de la Policía para llevar a cabo una reasignación de esta índole era elegir entre dos departamentos a los cuales la institución tuviese la capacidad de dirigirlos. Jaime contempló entonces la posibilidad de volver a Cundinamarca. Le hubiese resultado ameno y familiar. No así la segunda opción, siendo esta última la que resultaría aprobada. Jaime asintió. Viajaría a Norte de Santander.
Al arribar al departamento fronterizo, Jaime se vio envuelto en una encrucijada reflexiva que lo llevó a cuestionarse nuevamente por la favorabilidad del cambio. Se convenció con esfuerzo de que se trataba de una modificación positiva. Se había dado como resultado de una causa que le impacientaba. Anhelaba bienestar. La angustia no hay quien la desee, pero sí quien la tolera, y él ya lo había hecho durante demasiado tiempo. Sabía de merecimientos. Sin embargo, para aquel momento habría de recordar también un desafortunado, aunque popular presagio que suele divulgarse entre las filas de la Policía: “Yo creo que todos los compañeros tienen el mismo… Después de unos años tienen todos el mismo dilema: que no se debe pedir traslado. No es bueno, digamos que se dice que es como de mala suerte. Es muy sagrado eso. Supuestamente, uno nunca tiene que solicitar ser reubicado porque es como si se buscara la muerte”. Hasta entonces, Jaime no había otorgado gran importancia al rumor. El vívido peligro que experimentó frente a sus ojos adquirió mucha más fuerza que aquel que solo se podía prever por medio de supersticiones. Natural.
El acoplamiento de Jaime distó de ser inmediato. Mucho menos sencillo. Como le ocurrió en Buenaventura. El mal presagio que le inquietaba se vio enfrentado a sus propias convicciones personales, pensaba en las historias de compañeros que habían sido partícipes de enfrentamientos armados en el marco de complejas operaciones tácticas en las que, por fortuna, los hombres no sufrían grandes percances y lograban sobrellevar con éxito cada situación. No obstante, entre aquellos sagaces valientes se perpetuaba igualmente la misma creencia de que, de alguna manera inexplicable, quienes hacían parte de esos comandos a causa de una reasignación voluntaria, cargaban consigo gran propensión a sufrir los estragos de algún infortunio.
Al igual que en Cali, Jaime recibió un ciclo de inducción diseñado para fortalecer su adaptabilidad al nuevo entorno. Esta suerte de capacitación tuvo como eje central el estudio permanente de las medidas y precauciones a tomar dada la geografía del lugar: La Gabarra, un corregimiento de poco más de quince mil habitantes cuya ubicación destaca al verse rodeada por la silueta del río Catatumbo, un extenso caudal fronterizo que atraviesa los límites nacionales cincuenta y dos kilómetros al norte desde el punto exacto en el que hace lo propio el río Tarra. Ya en territorio venezolano, ambos arroyos unen sus caminos en el vecindario de Boca de Tarra, zona aledaña al emblemático Lago de Maracaibo, con el cual no solo comparte cercanía, sino también las extremas condiciones meteorológicas por las que amplia popularidad ostenta.
Cada semana, el comando de Jaime tenía por encomienda redactar detallados informes de seguridad dirigidos al Ministerio de Defensa. Estos documentos registraban, cada vez con mayor frecuencia, alarmantes cifras consecuentes de las operaciones criminales que tenían lugar en la región. Jaime fue movilizado entonces al corregimiento de Tres Bocas, con proximidad inmediata a La Gabarra y una atmósfera igualmente inquietante. Puede que más. Es la desolada realidad de casi todo asentamiento ubicado en el Catatumbo. Las amenazas en la zona son constantes. El peligro y adversidad al que se exponen tanto los miembros de la fuerza pública como la población civil es palpable a kilómetros de distancia, incluso desde la virtualidad de una pantalla. La imagen satelital de las coordenadas 8.635504, -72.693603, por ejemplo, se sitúa en un punto adyacente de la vía Astilleros-Tibú, que conecta al municipio del mismo nombre con el único acceso transitable para llegar por tierra a Tres Bocas. En esa misma ubicación, escrito sobre una valla rural, se lee con claridad:
“ELN presente”. Supone cierta incredulidad asimilar que las personas que se encuentran en la imagen en verdad conciben con naturalidad las advertencias que se exhiben junto a ellas. Así parece. Dos hombres en una motocicleta, estacionados, conversan con una mujer. Están a escasos metros del cartel. Existen escenas cuya normalización no es normal.
El grabado se encuentra sobre la carretera principal, eso lo hace parecer aislado. No obstante, al adentrarse aún más en el único asentamiento cercano que rodea a la vía, aparecen más consignas. Una nueva cada vez. “FARC-EP Ft 33” y “ELN 55 años” son los lemas que se repiten por doquier. Varios soldados del Ejército Nacional militarizan la zona. El urbanismo de los grafitis citadinos parece cobrar un nuevo sentido en comparación; las alegorías a la presencia insurgente en Tibú están hechas de la misma manera, con el mismo estilo incluso, pero emanan una sensación abismalmente distinta. Lo de la ciudad es arte. La intención es lo que cuenta, dicen. Algunos trazos se hicieron para embellecer y otros para intimidar.
A causa de la violenta coyuntura que vapuleaba el lugar y en señal de apoyo a los uniformados que allí operaban, diversos grupos de refuerzo frecuentaban las zonas próximas al casco urbano del municipio. Fue lo que ocurrió paulatinamente en el año 2010. En uno de estos recorridos, un comando de los Escuadrones Móviles de Carabineros (EMCAR) arribó a Tres Bocas, donde ya se encontraban Jaime y sus compañeros trabajando en la Subestación local. La tropa se hizo presente con el fin de patrullar y vigilar el perímetro, así como de documentar todo acontecimiento relevante en materia de seguridad que hubiese ocurrido hasta entonces.
Para acceder al corregimiento por la única vía disponible, es necesario cruzar un puente situado en la embocadura del camino. El accionar protocolario de la Policía indica que este tipo de elevaciones han de transitarse a pie, y no a bordo de los vehículos que se dispongan en el momento, como habitualmente sí ocurre en los demás tramos de las carreteras. Así se hizo. El escuadrón atravesó la plataforma caminando en formación y el automóvil en el que se transportaban prosiguió después, ocupado únicamente por su conductor.
Los carabineros permanecieron por alrededor de cuatro horas en la periferia de las viviendas locales. Cuando precisaban retirarse, volvieron al puente y, ya en la confianza y tranquilidad de haber descartado algún peligro inminente vinculado a la estructura, cruzaron de vuelta. Sin embargo, no todos los hombres iban caminando esta vez. Algunos se encontraban al interior de la galera y, casi al llegar al otro extremo del camino, el vehículo explotó. Tras el abrupto estallido, un cercenante caos invadió el lugar con inmediatez.
Al cabo de unos días, comenzó a ganar fuerza la hipótesis de que en el vehículo se encontraba un miembro del ELN, quien habría activado la detonación. Jaime fue testigo de la magnitud de la tragedia. Ocurrió apenas a decenas de metros de su ubicación. Allí mismo pudo observar cómo se llevaba a cabo el proceso de levantamiento de los cuerpos desfallecidos. El atentado me tomó la vida de todos y cada uno de ellos.
Durante las semanas posteriores, de demencial carga psicológica, la Subestación de Policía de Tres Bocas recibió numerosas amenazas. Fueron mensajes recurrentes. Los responsables pretendían recordar a Jaime y a sus compañeros el inminente peligro en el que se encontraban. Táctica de conflicto armado. Para el combatiente, emplear a su favor un momento de consternación como el que ahora se acrecentaba en el corregimiento implica una oportunidad inigualable de magnificar su figura. Es el patrón común del conflicto. La violencia se personifica.
Cual ficcional profecía llegaba el ocaso del 20 de noviembre de 2010. Pocos meses transcurrieron. Las amenazas se transformaron en realidad esa noche. Años de vida y segundos de recuerdo volvían a situar a Jaime en el epicentro de aquel extenso hostigamiento del que él y sus compañeros eran víctimas. Ahí estaba. Expectante. Herido. En plena convicción de quitarse la vida si resultase preciso.
La inacabable lluvia y el pletórico espesor del aire eran solo dos de las varias condiciones adversas que dieron paso a la hostil suerte meteorológica de ese sábado, misma que a su vez imposibilitaba el acceso de refuerzos por vía aérea que brindaran apoyo en la emergencia. Los helicópteros no tenían forma de aterrizar. Poco más de aquella eternidad había transcurrido en apenas unos veinte minutos. Siglos de atrincheramiento.
Algunos de los compañeros de Jaime sugerían abandonar la Subestación por presunta recomendación del comandante en jefe, pues creía que los atacantes acabarían volando la instalación. Que ese era su objetivo. En medio de la incertidumbre, los patrulleros fueron comunicados después de una indicación opuesta: debían mantener la posición. El coronel encargado de la contingencia fue informado directamente por el comandante, momento en que la nueva instrucción se dio a conocer.
Mientras aguardaban por una más que necesaria ayuda, Jaime y sus compañeros advirtieron, en un más que inesperado instante, el repentino cese de los disparos. La cruzada del ennegrecido metal de las balas contra los muros de concreto y el estallido sonoro de su accionar se desvanecieron para dar paso a escasos segundos de alivio. Respiraban. Aun así, lo último que habrían de permitirse los hombres sería bajar la guardia, por lo que permanecieron en el mismo estado de alerta hasta considerarlo prudente. Alrededor de las once de la noche, pudieron confirmar con seguridad que los agresores se habían marchado.
Un helicóptero arribó finalmente a la zona en cuanto hubo posibilidad. Jaime fue llevado al Hospital Erasmo Meoz de la ciudad de Cúcuta. La más cercana. Una vez examinado en el centro de salud, los médicos se percataron de que la integridad de su brazo estaba totalmente comprometida: la bala le había atravesado el húmero, hueso articulador de la escápula. Se hallaba molturado. Fue entonces que, dada la gravedad de las heridas, Jaime precisó ser trasladado a Bogotá. La remisión también fue necesaria ante la ausencia de medios suficientes en la clínica cucuteña para llevar a cabo el tratamiento adecuado.
Para entonces, Jaime ya comenzaba a asimilar la gravedad de lo ocurrido con mayor templanza, aunque no por ello con aceptación. Era consciente de que, en adelante, su vida se transformaría por completo y la abrumadora sensación de angustia que este hecho le generaba se hizo presente con inmediatez. “No estaba preparado psicológicamente para lo que ocurrió. Tenía planes. Tenía un proyecto de vida y cosas por hacer. Volvería a ver a mi familia y a mi novia, con quien pensaba organizarme. Al final terminé con ella. Ahora no sé si fue destino o casualidad”, reflexiona Jaime.
Empezó a recibir atención terapéutica con prontitud. Su cuerpo y mente eran tratados a diario en calidad de subvención a un hombre que no solo fue víctima de tan fatídico ataque contra su persona, sino que recibió además los estragos de semejante infortunio en devoto e intachable cumplimiento de su labor: proteger y servir. Le correspondía ahora una meritoria inversión de roles. Era servido y protegido.
Su proceso de recuperación avanzaba reconfortantemente en el plano físico. Por medio de implantes protésicos, le fue posible recuperar parcialmente la movilidad de su brazo afectado. Sin embargo, le fueron también recortados alrededor de siete centímetros de la extremidad, según consideró preciso el dictamen médico. Visualmente, la elongación luce un tanto más corta que su contraparte y en el relieve cutáneo subyacen atisbos de la colisión.
Mientras tanto, su estado mental, fuertemente comprometido, comenzó a atenderse por medio de asistencias periódicas a sesiones especializadas de psiquiatría y psicología. Le fue diagnosticado el trastorno de ansiedad como parte de sus afecciones. “Es algo que solo conoce uno mismo. Vivencias personales que la gente no entiende porque no tiene la capacidad. No conocen los conflictos y defectos de su propia personalidad, entonces no van a poder ver tampoco los de los demás. Hay mucha estigmatización con los discapacitados”, asegura Jaime. En su experiencia individual, se ha percatado de que muchas personas suelen validar en mayor medida la condición lisiante cuando observan en quienes la poseen ciertas características extremas: han de verlas, necesariamente, sin sus dos brazos ni sus dos piernas, en estado parapléjico o acaso terminal.
Para Jaime, en cambio, la incapacidad va mucho más allá de lo que puede apreciarse a simple vista, implica una serie de consecuencias adversas que se tornan simplemente imprevisibles para quien ha de sufrirlas. Una de ellas es el caos mental que supone pensar en muchas actividades que ya no se podrán volver a realizar nunca más. “Cuando se tiene la cualidad de servir y uno ve que ya no puede hacerlo más, uno se cuestiona y se juzga a sí mismo. Se lamenta preguntándose si estaría mejor siendo una mala persona, una de esas que le hace daño intencionado a la sociedad, a los demás. Porque así tal vez no le hubiera pasado esto”. Jaime fue declarado no apto para el servicio policial. La carga emocional que le supone la imposibilidad de ejercer su vocación, de servir a su propósito, es colosal. No sentirse útil. Ha recaído en diversas crisis consecuentes, llegando a requerir hospitalización.
De la misma dificultad ha sido la situación para su familia, quienes, aún con el apoyo permanente que le brindan, se enfrentan a la tristeza de evidenciar en primera persona el cambio en el proyecto de vida de Jaime, así como el de la nueva condición recurrente de su estado de salud. Uno de sus proyectos era continuar formándose dentro de la Policía Nacional. Instruirse y estudiar. Tras lo ocurrido aquella noche, ha significado un esfuerzo y fortaleza descomunal sobreponerse a los pensamientos que le azotan: se cuestiona por el propósito de especializarse ahora que ya no podrá trabajar en la institución.
En 2014, fue pensionado justamente por la Policía Nacional a causa de lo ocurrido. Desde entonces, se ha mantenido enfocado en las actividades inmersivas de los grupos de apoyos creados por la administración interna de la fuerza pública. Emprendió también estudios de inglés durante un tiempo. Todo su proceso de adaptación está sujeto, principalmente, a la intervención psicológica, que considera determinante como ayuda personal. No obstante, participó de distintos procesos terapéuticos dinamitados entre el criterio de varios profesionales, uno de los motivos por el cual su progreso no ha sido lineal.
Jaime también prefiere guardar cierta reserva frente al tema en todo tipo de interacción social. Ya de por sí era calmo y apacible antes. La escasez de conocimiento general con respecto a las problemáticas de salud mental en los entornos adversos donde ha tenido el infortunio de encontrarse le ha llevado a vivir la estigmatización de quienes no conciben en plenitud la naturaleza y complejidad de una patología no física. Pero Jaime la siente. Es él quien la vive. Y no es nadie más que su persona quien se sobrepondrá a ella.
Así como el destino dispuso para él una experiencia de semejante calibre, también le condujo por una senda de la que no todos disponen: la de seguir viviendo. La oportunidad de no desfallecer es un anhelo que, a muchos otros héroes, lamentablemente, no les fue concedido. Y es así: el oscuro presagio del traslado voluntario no se hizo realidad.
“Jaime sigue aquí. No murió. El que valga la pena que así haya sido es su siguiente batalla. Próxima misión y combate venidero. La voluntad con la que durante tantos años sirvió a los demás es la misma con la que ahora ha de servirse a sí mismo. Sabe de merecimientos”.
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